Algunos medidores acerca de la felicidad consideran que lugares como Bután o Vanuatu son más felices que el resto del Primer Mundo, pues son lugares prístinos e intocados, donde se cultivan más los valores más elevados y espirituales que el consumismo, el comercio, los caprichos para sobresalir frente al vecino, los mil sabores de helados o galletas o cualquier otra manifestación egocéntrica e infantil.
Con todo, son precisamente esta clase de países más consumistas los que se han desarrollado más prósperamente, los que invierten recursos en salas de maternidad y escáneres cerebrales. Nueva York, por ejemplo, es el epítome de lo hipster, como bien demuestra un libro publicado recientemente, pero también es un lugar donde la esperanza de vida es superior a la de Bután.
Dinamarca, según otros índices de felicidad, donde la prosperidad material se alía con el repartimiento equitativo, también ha sido considerado como uno de los lugares más felices del mundo. Si una nación, por el contrario, disuade severamente a sus ciudadanos más capacitados para malgastar su vida en la promoción en el mercado, no parece salir de la pobreza, no garantiza la estabilidad política, no cuida a sus ciudadanos más vulnerables.
Es una de las grandes paradojas del consumismo: por un lado nos empuja a una carrera armamentística sin fin, pero por el otro nos impele al desarrollo. El comercio, además, vuelve a las ciudades más confiadas y respetuosas con el extranjero, como ya ocurrió con Venecia, en el siglo XVIII con Holanda y Gran Bretaña. Tal y como lo explica Alain de Botton en su libro Miserias y esplendores del trabajo:
Ámsterdam fue fundada sobre la venta de pasas y de flores. Los palacios de Venecia se construyeron gracias a los beneficios del comercio de alfombras y especias. El azúcar erigió Bristol. Y, a pesar de sus políticas a menudo amorales, el desprecio por los ideales y el liberalismo egoísta, las sociedades comerciales han sido agraciadas con tiendas repletas y erarios suficientemente voluminosos para financiar la construcción de templos y orfanatos.
El descenso de la criminalidad descendió en primer lugar en los lugares que eran particularmente comerciales, como Holanda o Gran Bretaña. Según la curva de Kuznets, cuando el ingreso per cápita alcanza los 4.000 dólares, los ciudadanos empiezan a exigir la limpieza del aire y de los ríos.
Además, la continua transacción comercial con otros países origina una mayor sensibilidad humana hacia los demás, ampliando los círculos de empatía, convirtiendo a los desconocidos, a los que generalmente hemos concebido como enemigos potenciales, en amigos honorarios, en una relación del tipo win-win. A juicio de Matt Ridley en su libro El optimista racional:
En el siglo XIX, cuando el capitalismo industrial atrajo a tantas personas a ser dependientes del mercado, la esclavitud, el trabajo infantil y los pasatiempos como el lance de zorros o las peleas de gallos se volvieron inaceptables. A finales del siglo XX, cuando la vida se comercializó aún más, el racismo, el sexismo y el abuso de menores se volvieron inaceptables.
Podéis leer más largo y tendido sobre las bondades del consumismo (y cómo éste ha sido una constante en todas las épocas de la historia, es decir, no ha sido promovido por los medios de comunicación, que no son más que un reflejo de nuestras predisposiciones biológicas), aquí.
Fotos | Jean-Marie Hullot | Rama
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