En enero de 1610, un tal Galileo Galilei, que a todos os sonará, conseguía observar objetos astronómicos veinte veces más grandes de lo normal. Galileo observó Júpiter. Pero las noches siguientes observó otra cosa más importante: que las estrellas no se movían como los planetas. Y que Júpiter tenía lunas que giraban a su alrededor.
Hasta entonces la teoría ptolemaica imponía que la Tierra era el centro de todo, y que a su alrededor orbitaba todo lo demás. Galileo, sin embargo, se dio cuenta de que no había un centro, sino varios centros. La visión geocéntrica quedó hecha añicos.
Galileo publicó aquel descubrimiento en un libro titulado Sidereus Nuncius, que salió de su imprenta veneciana en marzo de 1610.
Fue todo un éxito, y también favoreció la fiebre por la construcción de telescopios que, en efecto, pusieran en evidencia que no éramos el centro de nada. Tal y como lo explica David Eagleman en su libro Incógnito:
Pasaron seis meses antes de que otros astrólogos pudieran construir instrumentos con la suficiente calidad para observar las lunas de Júpiter. Pronto se desató una auténtica fiebre en el mercado de la construcción de telescopios, y no pasó mucho tiempo antes de que por todo el planeta hubiera astrónomos elaborando un mapa detallado de nuestro lugar en el universo.
La cura de humildad
Con el transcurrir de los siglos hemos ido descubriendo que la Tierra solo es una brisa de hierba en un prado interminable, y que solo estamos en un rincón del universo, rodeados de 500 millones de grupos de galaxias. Sin embargo, en el 1600 fue una dura cura de humildad aceptar que en realidad no éramos el centro de la Creación.
Por ello, Galileo tuvo una buena colección de críticos y trolls. En 1633 fue juzgado por la Inquisición de la Iglesia Católica y fue obligado a retractarse de sus ideas. Tuvo suerte, porque Giordano Bruno, otro italiano que años antes había sugerido que la Tierra tampoco era el centro de nada, fue quemado vivo en una pira.
Era febrero del año 1600, y Bruno llevaba una máscara de hierro para que no pudiera usar las palabras, las armas más peligrosas, a fin de que su elocuencia no persuadiera al público que se había reunido en la plaza pública para asistir a la quema. Muchas personas que querían estar en el centro.
Unos doscientos años después de que Galileo hiciera su descubrimiento, Goethe escribía lo siguiente admitiendo la grandiosidad del hallazgo:
De todos los descubrimientos y opiniones, ninguno ha tenido más influencia en el espíritu humano (…). Apenas acabábamos de conocer el mundo como un lugar redondo y completo en sí mismo cuando se nos pidió que renunciáramos al tremendo privilegio de ser el centro del universo. Quizá nunca se le había exigido tanto a la humanidad, ¡pues a causa de esa admisión muchas cosas desaparecieron! ¿Qué fue de nuestro Edén, nuestro mundo de inocencia, piedad y poesía; el testimonio de los sentidos; la convicción de una fe poético-religiosa? No es de extrañar que sus contemporáneos no desearan que todo esto desapareciera y ofrecieran toda la resistencia posible a una doctrina que en sus conversos autorizaba y exigía una libertad de opinión y una grandeza de pensamiento desconocidas hasta entonces, y con las que no se había soñado jamás.
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