El ser humano, a pesar de lo que afirmen los exegetas bíblicos, no es perfecto “a imagen y semejanza de Dios”. Ni siquiera podemos afirmar que esté medianamente bien construido. Más bien parece la suma de muchas chapuzas, acumuladas durante milenios, unas sobre otras.
Algo que adquiere tintes aberrantes si echamos un vistazo al cerebro: las partes más primitivas del cerebro siguen ahí, rodeadas de las más nuevas, ambas conectadas, y todo el sistema dista mucho de ser eficiente a nivel energético. Nuestro neocórtex se pelea a menudo con nuestra sistema R, y las cosas no siempre salen bien. Sí, según cómo lo miremos, el ser humano dispone del cerebro más complejo, de la mayor inteligencia del reino animal, pero ello tampoco nos debe permitir alegrarnos.
Tal y como señala el psicólogo cognitivo Steven Pinker en su libro ¿Cómo funciona la mente?, ¿por qué hemos de colegir que la cúspide de la evolución es una mayor inteligencia? ¿Por qué la inteligencia es más importante que cualquier otro rasgo, cuando no hay pruebas de que la inteligencia facilite la supervivencia de una especie?
A nivel evolutivo, la inteligencia solo es una adaptación a un problema, y dicha adaptación es tan idiosincrásica como la trompa de un elefante. Dicho lo cual, buscar inteligencia extraterrestre tal vez tampoco sea lo más apropiado: es como tratar de buscar trompas de elefante. No tenemos pruebas de que la inteligencia sea a lo que debe conducir la evolución de una especie.
Algunas de las chapuzas más obvias del cuerpo humano las pone en evidencia el psicólogo de la Universidad de Nueva York Gary Marcus en su libro Kluge, la azarosa construcción de la mente humana, como los ojos, que tienen puntos ciegos, o la columna vertebral, que es una pésima solución para sostener la carga de una criatura bípeda y erguida: hubiera sido más eficaz repartir el peso en cuatro columnas iguales con travesaños. Al menos no sufriríamos continuos dolores de espalda.
A nivel más sutil, Marcus se fija en el funcionamiento de algunos rasgos de nuestra biología, como el ADN y el extraño sistema por el que hebras de ADN se separan antes de la replicación de éste, un proceso clave para permitir que una célula se desdoble, tal y como señala Gary Marcus:
Una molécula de ADN polimerasa ejecuta su función de una manera totalmente directa; la otra, en cambio, lo hace con vaivenes y sacudidas, de un modo que llegaría a enloquecer a cualquier ingeniero racional.
El cuerpo humano está lleno de taras, dista de ser perfecto, ni siquiera es armónico, porque es producto de una evolución azarosa y ciega, en palabras de Richard Dawkins. La evolución no tiene que ver con la perfección, sino con lo que el Nobel Herb Simon llamó “satisficing” (satisfacer de manera suficiente), obteniendo un resultado y conformándose con él. A veces el resultado es elegante y asombroso; otras veces es un arreglo que funciona lo suficientemente bien como para no haber sido erradicado por la evolución darwiniana.
Como también señaló el Premio Nobel François Jacob, la evolución se parece a un manitas:
que … a menudo sin saber qué a va a producir … utiliza todo aquello que encuentra a su alrededor, cartones viejos, trozos de cordel, fragmentos de madera o metal, para crear algún tipo de objeto viable … es un conjunto de piezas dispares unidas cuando y donde surgió la oportunidad.
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