Para finalizar, y volviendo a la analogía gastronómica, debemos asumir que un estudio más profundo del arte podría revolucionar el mismo concepto de arte, catapultándolo a un estadio mucho más maduro.
Ésta es la razón por la que obligamos a los niños a comer frutas o verduras, porque hay abundancia, tanto de recursos alimentarios como de conocimientos sobre los mismos. Una revolución pareja debería producirse en el ámbito del arte, una revolución impulsada por la acumulación sistemática de conocimientos que fundamenten las bases biológicas del arte a fin de responder con mayor claridad a preguntas apremiantes del tipo:
¿Qué es arte y qué no lo es? ¿Por qué hay obras que triunfan y otras no? ¿Tiene sentido el ejercicio de la crítica tal y como la conocemos actualmente?
Unas preguntas que precisan de respuestas maduras que impliquen diversas ramas de la ciencia, como la neurobiología, la genética o la psicología evolutiva. Respuestas, en suma, que desenreden el puñado de mitos y opiniones subjetivas o mercantilistas que han marcado el significado del arte en todas las culturas del mundo.
Y sólo entonces el arte adquirirá una entidad universal, tal y como sucedido en otro rango con la física, por ejemplo.
Si algún día nos visitaran extraterrestres inteligentes, probablemente no encontrarán nada interesante en las obras de Shakespeare o en la música de Mozart. Y con toda seguridad, su expresión artística, de tenerla, en nada se parecerá a la nuestra.
Pero si dichos extraterrestres han descubierto la energía nuclear y las naves espaciales, conocerán las mismas leyes que conocemos nosotros. La física de cualquier ser inteligente de cualquier planeta del universo podría traducirse isomórficamente, punto por punto, de conjunto a punto, y de punto a conjunto, en una notación humana.
Un enfoque científico del arte, que enmendara por fin la brecha entre cultura artística y cultura científica, conseguiría algo similar: otras inteligencias seguirían sin asimilar la narrativa de Shakespeare, pero sin duda comprenderían las razones subyacentes, meméticas, evolutivas y otras, que influyeron e impulsaron a Shakespeare durante muchos años a llenar cientos de pergaminos con manchas de tinta.
Vía | La ciencia de la Belleza de Ulrich Renz / Cómo funciona la mente de Steven Pinker / Consilience de Edward O. Wilson
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