La cultura popular ha difundido la idea de que nacemos en blanco, que somos como la arcilla fresca, que se nos puede moldear así o asá, que la responsabilidad en la educación de un niño reside exclusivamente en los padres o en sus educadores.
Pero lo cierto es que nacemos con muchas características que vienen de fábrica.
Por ejemplo, un bebé recién nacido puede distinguir de manera innata entre ruido y tono. A los 4 meses, el niño prefiere tonos armoniosos, y a veces reacciona a las notas discordantes con una expresión facial de disgusto.
Un recién nacido también responderá idénticamente ante un ruido fuerte e inesperado. Es lo que se denomina reflejo de Moro: si está tendido de espaldas, extenderá los brazos hacia delante, luego emitirá un grito y después se relajará gradualmente. A las 4 o 6 semanas, este reflejo es sustituido por la respuesta de sobresalto, también universal: los ojos se cierran, la boca se abre, la cabeza cae, los hombros y brazos se hunden, las rodillas se doblan ligeramente. Es decir, el cuerpo se sitúa como si fuera a recibir un golpe.
Al nacer también tenemos preferencias en el gusto químico. Preferimos soluciones azucaradas a agua sola, y en el siguiente orden fijo: sucrosa, fructosa, lactosa, glucosa. Rechazamos sustancias ácidas, saladas o amargas, y respondemos a cada una de ellas con las expresiones faciales distintivas que usaremos el resto de nuestra vida.
El sistema sensorial de un recién nacido da preponderancia a la información audiovisual, a diferencia de la mayoría de especies animales, que la dan a la información olfativa o gustativa. Esto se refleja en el lenguaje: no importa el idioma, de dos tercios a tres cuartas partes de todas las palabras que describen impresiones sensoriales se refieren al oído y la visión.
Ya en los primeros 10 minutos después de nacer, los niños se fijan más en diseños faciales normales dibujados en carteles que en dibujos anormales. En 48 horas, prefieren mirar a su madre más que a otras mujeres desconocidas.
Incluso la sonrisa aflora en nuestra boca de la misma manera y al mismo tiempo independientemente de dónde hayamos nacido y quién nos críe, como explica Edward O. Wilson:
La expresión la exhiben primero los niños de edades entre dos y cuatro meses. Atrae de forma invariable abundante afecto por parte de los adultos que cuidan al niño. El ambiente tiene poca influencia en la maduración de la sonrisa. Los niños de los !Kung, un pueblo de cazadores-recolectores del desierto de Kalahari, en Sudáfrica, son criados en condiciones muy distintas de las correspondientes a los niños de Estados Unidos y de Europa. Sus madres los paren sin ayuda ni anestesia, están en contacto físico casi constante con los adultos, son amamantados varias veces por hora, y se les enseña de forma rigurosa y a la edad más temprana posible a sentarse, a ponerse de pie y caminar. Pero su sonrisa es idéntica a la forma a la de los niños norteamericanos y europeos, aparece al mismo tiempo y sirve para la misma función social. La sonrisa aparece asimismo en el momento preciso en niños sordos y ciegos e incluso en niños deformados por la talidomida que no sólo son ciegos y sordos, sino que están tullidos hasta el extremo de no poderse tocar la cara.
Vía | Consilience de Edward O. Wilson
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