De pequeño me gustaba mirar las nubes. El aspecto de una nube depende de diversos factores, entre los que se encuentran la distribución de los cristales de hielo o las gotitas de agua que las forman o la temperatura y la fuerza del viento.
Como si fueran seres vivos, las nubes incluso obedecen a una clasificación taxonómica de grupos y subgrupos, con sus especies y variedades. Actualmente se distinguen diez géneros principales de nubes: cirros, cúmulos, estratos, cirroestratos, cirrocúmulos, nimboestratos, cumulonimbus, altoestratos y altocúmulos. Estos nombres se basaron en la obra pionera de Luke Howard, químico inglés que publicó su Essay on the Modification of Clouds en 1802.
Goethe escribió cuatro poemas dedicados a Howard, a quien consideraba el <
Según el Atlas Internacional de Nubes, la nube 0 es la más alta concebible. Se conoce por el nombre de cirro, tiene forma de filamentos delicados y puede alcanzar hasta 12.000 metros de altura y está compuesta íntegramente de hielo.
Normalmente se generan a consecuencia de las estelas de condensación dejadas por los reactores de los aviones, por eso cuando el 11 de septiembre de 2001 se detuvo el tráfico aéreo debido al accidente de las Torres Gemelas de Nueva York, hubo una disminución apreciable de cirros en el cielo, lo que a su vez hizo aumentar la temperatura media de Estados Unidos en 3 grados centígrados, ya que los cirros contribuyen a regular la temperatura terrestre.
Es reconfortante saber que, a pesar de las dificultades logísticas, retrasos, pérdidas de equipajes y otras tantas penurias que los pasajeros sufrimos al tomar un vuelo, nuestros viajes sirven para enfriar un poco este planeta recalentado por el efecto invernadero.
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