Para que os hagáis una idea de lo omnipresentes que son los restos de las pruebas nucleares, sobre todo en las décadas de 1950 y 1960, en cualquier organismo que estuviera vivo durante esos años hay pruebas de ello en sus tejidos en forma de carbono-14. Y tal como demostró en 2005 el biólogo sueco Jonas Frisen a fin de determinar cuánto tiempo viven nuestras células cerebrales, todas las personas nacidas en esos años son portadoras de un legado nuclear permanente en su cerebro, en forma de exceso de carbono-14 (sin efectos conocidos, aún, en la salud).
Los ensayos nucleares también sirvieron para otra cosa: su rastro en los tejidos cerebrales de cadáveres de personas desde los 19 a los 92 años ha permitido a los investigadores estimar el ritmo de fabricación de nuevas neuronas. Hasta 1.600 se crean cada día, con una tasa de renovación anual de 1,75% sobre el total de neuronas.
Por eso se busca en ocasiones acero sumergido en Scapa Flow, que está libre de la contaminación radiactiva, muy perturbadora a la hora de confeccionar algunos dispositivos de los vehículos espaciales: desvirtúa por ejemplo las mediciones de los monitores de radiación. En Scapa Flow se hundieron decenas de barcos durante la Primera Guerra Mundial, antes de que se estallaran las primeras bombas nucleares, y su acero, al estar a tanta profundidad, quedó a salvo de la contaminación.
Hay más acero en el mundo que ha estado a salvo de la influencia de la radiación de las explosiones atómicas (hasta 1998 han estallado, oficialmente, 2 053), pero en Scapa Flow hay mucho en un lugar muy localizado, lo cual abarata notablemente los costes de extracción. Dan Van Der Vat ha contado con más detalle toda esta historia en su libro de 2002 The Grand Scuttle: The Sinking of the German Fleet at Scapa Flow in 1919.
Podéis leer más sobre Scapa Flow en Buscando acero alemán de la Primera Guerra Mundial para alcanzar las estrellas.
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