A veces, algunas noches, me quedo embobado mirando en la teletienda toda clase de cachivaches que se venden como imprescindibles para la vida moderna, haciendo especial hincapié en herramientas para cocinar. Son muy comunes las sartenes o cacerolas de nuevos materiales que parecen más seguras, más eficientes y más antiadherentes que cualquier sartén o cacerola que tengamos por casa.
Pero no es todo tan sencillo. Los primeros utensilios antiadherentes aparecieron en 1956 por parte de la compañía francesa Tefal. Parecían milagrosos, porque las sartenes realmente no se pegaban. La razón de que la comida se pegue reside en el hecho de que las proteínas de la comida reaccionan con algunos iones metálicos de la superficie de la sartén; las superficies antiadherentes introducen una capa protectora entre la comida y la sartén, y esa capa, hasta 1954, era sencillamente grasa o aceite.
En 1954, sin embargo, el ingeniero francés Marc Grégoire usó, a instancias de su mujer, PTFE, o politetrafluoroetileno, o teflón en una superficie de aluminio. Las moléculas de PTFE no se unen con ninguna otra molécula, tal y como explica Bee Wilson en La importancia del tenedor:
A nivel microscópico, está compuesto por cuatro átomos de fluorina y dos átomos de carbono, que se repiten muchas veces en una molécula mucho más grande. Una vez que la fluorina se une con el carbono, no quiere unirse con nadie más: ni siquiera con los sospechosos habituales, como los huevos revueltos o el filete de ternera. Según el científico Robert L. Wolke, una molécula de PTFE vista desde el microscopio se parece bastante a una oruga puntiaguda, y esta “coraza de la oruga” evita que el carbono reaccione con las moléculas de la comida.
En 2006, el 70% de los utensilios de cocina que se vendían en Estados Unidos tenían una capa antiadherente. Sin embargo, el teflón no es la panacea. Por ejemplo, evita que se produzca esa sabrosa costra marrón. Además, sus propiedades duran poco.
En busca del material perfecto
En 1998, un ingeniero estadounidense llamado Chuck Lemme decidió abordar la cuestión de cuál debía ser el material adecuado para cocinar, analizando todos los materiales disponibles y puntuándolos en nueve categorías: Uniformidad de la temperatura; reactividad y toxicidad; dureza; resistencia pura; grado de antiadherencia; facilidad en su mantenimiento; eficacia; peso; coste por unidad.
Lemme puntuó los materiales del 1 al 10 en cada categoría y luego situó los resultados en una tabla de “valoración ideal”, siendo 1.000 la puntuación perfecta:
Sus resultados confirmaron cuán difícil es producir el utensilio de cocina perfecto. El aluminio puro obtuvo una nota muy alta en uniformidad de la temperatura (8,9 sobre 10) (ideal para hacer una tortilla uniforme), pero muy baja en dureza (2/10); muchas sartenes de aluminio acaban malamente. El cobre era eficaz (10/10) pero difícil de mantener (1/10). A nivel general, Lemme descubrió que ninguna de las “piezas de materiales puros” superaba los 500 puntos en la tabla de idealidad (que suspendían, vaya). El mejor material fue el hierro fundido puro (544,4). Quienes siguen usando baterías de cocina de hierro fundido saben lo que se hacen, aunque 544,4 no deja de ser una nota baja.
Mezclando materiales
Lo idóneo parecía ser mezclar materiales, dado que las piezas de materiales puros no daban una nota muy alta. Por ejemplo, un recipiente de 1,4 mm de acero inoxidable con una capa de cobre de 0,1 mm incrementa su capacidad de igualar los puntos calientes (uniformidad de la temperatura) en un 160%.
Lemme describió así el material ideal (aunque nunca lo pudo fabricar y sólo era ciencia ficción): el interior estaría formado por una aleación de acero inoxidable y níquel, revestido por una de las superficies antiadherentes más duraderas: el níquel aplicado por proyección térmica. La capa exterior estaría laminada con aluminio puro: 4 mm de grosor en el fondo y 2 mm en los lados. Era un utensilio de ciencia ficción, pero igualmente no superaba los 734 puntos en su escala.
Resulta evidente que algunas de las muchas cosas que le pedimos a un recipiente de cocina son simple y llanamente incompatibles. Por ejemplo, una base fina los hace más eficaces a nivel energético (responder con mayor rapidez a las variaciones de temperatura de los fuegos); esto puede ser útil, por ejemplo, en la elaboración de salsas o de tortitas, y se traduce en una factura más barata. Sin embargo, para evitar los puntos calientes son preferibles las bases gruesas de metal. El grosor asegura una temperatura más uniforme en la base y una fantástica conservación del calor. (…) Así pues, tanto un recipiente fino como un grueso tienen sus atractivos, pero es imposible fabricar un recipiente fino y grueso al mismo tiempo sin violar las leyes de la física.
Es decir, incluso teniendo mucho dinero, y la mansión más alucinante y mejor equipada del mundo, estarás obligado a someterte a las leyes de la física.
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