En 1827, el botánico escocés Robert Brown descubrió un tembloroso movimiento aleatorio en los fragmentos internos de los granos de polen mediante un primitivo microscopio. Este incesante movimiento en zigzagueante no procedía de corrientes en el fluido, ni de la evaporación, ni de ninguna otra causa bien definida.
Ante este hallazgo, pues, Brown creyó haber encontrado al fin el secreto de la vida, la fuerza animadora de los organismos, como una suerte de motor interno.
Pero Brown era un buen científico (se le concedió el doctorado honoris causa de Oxford junto a Michael Faraday y John Dalton, e incluso había aconsejado a Darwin sobre qué equipo llevar en su expedición en el Beagle), así que no le bastaba con creer haber visto algo (o estar convencidísimo de que lo había visto) para fundar un credo. Necesitaba más pruebas. En cualquier caso, su descubrimiento sí era, en cierto modo, una fuerza animadora, tal y como explica Martin A. Nowak en su libro Supercooperadores:
La clave que hubiera dado sentido a lo que Brown había presenciado llegó más de setenta y cinco años después, cuando Albert Einstein demostró que las diminutas partículas zigzagueantes eran impulsadas en su movimiento por moléculas invisibles que conformaban el agua de su alrededor. La existencia de las moléculas era algo que en 1905 todavía descartaban importantes figuras de los estamentos científicos. Einstein predijo que los movimientos al azar de las moléculas en un líquido que presionara a partículas más grandes y suspendidas se traducirían en movimientos irregulares de las partículas, y estos serían lo bastante grandes como para poderlos observar directamente con el microscopio. A partir de estos movimientos Einstein incluso pudo calcular las dimensiones del as moléculas. Aunque el movimiento browniano no resultó ser una fuerza vital, la observación de Brown abrió el camino para entender lo que ahora utilizamos para explicar la vida originaria.
Foto | Maull & Polyblank
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