Tras la resaca de San Valentín, las flechas de Cupido y los regalos de los grandes almacenes (a todos nos gustan los regalos, sobre todo a los grandes almacenes), vale la pena puntualizar algunas cosas sobre el amor desde un punto de vista biológico. Me perdonarán los poetas.
Se dice que el amor es una droga. O que el chocolate es el sustituto del amor. Estas creencias populares tienen mayor base científica de lo que pensamos. En efecto, el enamoramiento (que no el amor) puede ser adictivo como una droga; y el chocolate es bueno para el paladar, pero también puede picar los dientes.
El amor una suma de complejas interacciones biológicas y culturales, una mezcolanza indisociable de compañía, compromiso, consideración, comunicación, consenso en valores, aficiones compartidas, reciprocidad y otras. También deseo y emoción, por supuesto.
Sin embargo, no debe confundirse amor con enamoramiento, o flechazo. El enamoramiento es una coctelera neuroquímica que, aunque placentera, puede llegar a a picar los dientes, o a nublar nuestro juicio, o incluso a hundir un matrimonio.
Las tormentas hormonales de dopamina (un estimulante asociado con las adicciones), norepinefrina (pariente de la adrenalina) y serotonina (desencadenante de pensamientos obsesivos) son intensas, perturbadoras, adictivas, incluso suelen confundirse con lo que uno debería sentir necesariamente para considerar que debe estar con otra persona.
Pero como todo chute placentero, también es efímero, tiene fecha de caducidad. Y por ello, también hay gente que, al dejar de sentirlo, consideran que la relación ya no vale la pena. También hay gente que es incapaz de experimentarlo. Y también hay biólogos que consideran que las cosas irían en general mucho mejor si no existiera: por ello no dudan en apostar por medicamentos capaces de refrenar el enamoramiento. Porcentualmente, los matrimonios por conveniencia tienen más éxito que los matrimonios que surgen del enamoramiento. Como si los enamorados fueran alcohólicos: son adictos y no tienen el juicio equilibrado.
El reputado etólogo Desmond Morris va más allá al sostener que el enamoramiento exclusivo hacia otra persona es insostenible con la evolución humana, dado que los lazos afectivos fuertes nacen evolutivamente para criar a los hijos; luego ya son innecesarios y, por tanto, se impone la búsqueda de otra pareja sexual. Y añade:
La estrategia principal del macho y de la hembra es la de dedicar una parte relevante de su tiempo y de sus energías a criar los hijos nacidos en la pareja. Pero existe una estrategia menor, que remonta a un pasado antiguo, que consiste en estar en condiciones, cuando tenga la oportunidad, de lanzarse a una aventura sexual, siempre que no se perjudique su estrategia principal. Hasta en un matrimonio feliz cualquier miembro de la pareja puede transgredir en nombre de este instinto primario de reproducción.
Así pues, al igual que existen en la actualidad dietas hipocalóricas para orientar nuestra alimentación y ajustar nuestros niveles de salud, ¿sería concebible también crear “dietas” del amor en las que uno aprenda a enamorarse de manera juiciosa o directamente a no enamorarse a fin de llevar una vida más saludable y unas relaciones interpersonales más sanas?
Difícil se vislumbra una solución así en un mundo donde siguen triunfando películas Disney y donde frases como la que sigue sólo pueden ser pronunciadas en novelas de ciencia ficción hard:
El amor es una mascota. Hecha con el ADN de tu ser querido.
Por cierto, el autor es Greg Egan. La novela, El instante Aleph.
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