Entre 1980 y 1981, un experto en medicina estadística de la Universidad de Southern California (USC), Malcolm Pike, viajó a Japón para estudiar en la Comisión de Víctimas de la Bomba Atómica.
Tras investigar los registros médicos de los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki, descubrió sorprendido que las mujeres tenían índices de cáncer de mama 6 veces inferiores a los de las mujeres estadounidenses.
Este hecho ya había sido atisbado por la OMS, cuando empezó a publicar estadísticas comparativas sobre la salud en el mundo entero. Pero los oncólogos no se lo explicaban: sin duda no intervenía un factor genético, porque las mujeres japonesas que emigraban a EEUU empezaban a padecer cáncer de mama casi en la misma medida que las estadounidenses.
Esto había llevado a los expertos a sugerir que el responsable era alguna sustancia química tóxica o un virus exclusivo de Occidente.
Pero Pike llegó a la conclusión de que esto no era posible, porque el riesgo de cáncer en las japonesas era elevado entre los 30 y 40 años, aunque luego se redujera bruscamente en la menopausia.
Si un cáncer estaba causado por algún agente tóxico externo, cabría esperar que la tasa se elevase regularmente cada año que pasara, a medida que el número de mutaciones y errores genéticos iba acumulándose con la misma regularidad. Con el cáncer de mama, en cambio, parecía como si algo específico lo condujera a los años reproductivos de una mujer. Es más, las mujeres más jóvenes entre aquellas a las que se les había extirpado los ovarios presentaban un riesgo notablemente inferior de padecer cáncer de mama: cuando sus cuerpos no estaban produciendo estrógenos y progestina cada mes, padecían muchos menos tumores.
Pike supuso, entonces, que el cáncer de mama tenía relación con un proceso de división celular parecido al de los cánceres ovárico y endometrial. Así pues, parecía lógico pensar que el riesgo para una mujer de contraer cáncer de mama estuviera vinculado con la cantidad de estrógenos y progestina que a sus pechos hubiesen estado expuestos a lo largo de su vida.
Precisamente al principio de la pubertad es cuando el cuerpo de la mujer recibe la mayor oleada hormonal, así pues, la diferencia entre chicas adolescentes estadounidenses y chicas adolescentes japonesas tenía que ver con el inicio de la primera regla. Como así fue.
La mujer japonesa nacida a principios del siglo XX tenía su primer periodo a los dieciséis años y medio. Las mujeres estadounidenses nacidas en la misma época tenían su primer periodo a los catorce. Sólo esa diferencia, de acuerdo con sus cálculos, era suficiente para explicar el 40 por ciento de diferencia entre las tasas de cáncer de mama estadounidenses y japonesas.
El otro 25 % de la diferencia la explicaba el peso de las mujeres. En promedio, la mujer japonesa posmenopáusica pesaba unos 45 kg; y la estadounidense, unos 66.
También la dieta pobre en calorías produjo que los ovarios de las mujeres produjeran aproximadamente el 75 % de los estrógenos que producían las mujeres estadounidenses. Eso también explicaba por qué la tasa de cáncer aumentaba en las mujeres que emigraban a EEUU: con la dieta americana, empezaban a menstruar antes, ganaban peso y producían más estrógenos; olvidándose así las teorías sobre sustancias químicas, toxinas y demás.
Vía | Lo que vio el perro de Malcolm Gladwell
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