Así es. Los niños prefieren jugar con coches y las niñas, con muñecas, independientemente de queramos que sea de otra forma (entonces no será raro comprobar cómo el niño convierte a la muñeca en piloto de Fórmula 1 y la niña acuna al coche para que se duerma por las noches). Es algo intrínseco a nuestro sexo. Es algo biológico. Está más allá de la psicología o las buenas palabras de meapilas de lo políticamente correcto y de quienes, guitarra en mano, ya sabéis, dú-dúa, dicen que el sexo es una construcción social y que si unos padres homosexuales adoptan un niño, el niño acabará siendo también homosexual, o jugando a muñecas.
Me da la risa locuela cuando oigo cómo algunos sostienen que no podemos estar determinados en tal grado por nuestros genes, sin advertir que su alternativa (estar determinados socialmente, culturalmente) es igualmente una determinación, si acaso más maquiavélica.
Los videojuegos no nos vuelven más agresivos; la influencia de nuestros padres en nuestra forma de ser es prácticamente nula (exceptuando la herencia genética); el sexo viene de serie. Son cosas que poco a poco estamos descubriendo. Que los genes nos predestinan a una escala que Calvino nunca imaginó, que los genes superan al horóscopo y a la bola de cristal, y que ninguna teoría de causalidad humana, freudiana, marxista o cristiana ha sido nunca tan precisa como ahora se revela el alfabeto genético.
En los años 60, en Winnipeg, se le amputó su miembro viril a un niño al que le había quedado el mismo dañado a causa de una circuncisión mal practicada. Ya puestos, intentaron convertir al niño en niña empleando cirugía y tratamientos hormonales. John, que así se llamaba el niño, pasó a llamarse Joan. Se ponía vestidos y jugaba a muñecas. Según el psicólogo freudiano John Money, Joan creció estupendamente. En 1973 se afirmó que los roles de género estaban configurados por la sociedad.
Hasta 1977 nadie se puso a verificar los datos. Milton Diamond y Keith Sigmundson sí lo hicieron, y se toparon con algo bien diferente. Joan era feliz, sí, pero era un hombre felizmente casado con una mujer. De niño nunca había querido llevar falda ni jugar con muñecas, prefería los pantalones y orinar de pie. A los 14 años, sus padres le pusieron en conocimiento de su verdadera identidad, abandonó los tratamientos hormonales y, aunque sus padres y su entorno se habían empeñado en criarlo como Joan, volvió a llamarse John. Incluso se extirpó de nuevo los pechos, que le repugnaban; aunque no los pechos ajenos, los de de otras mujeres. Se casó con una mujer y adoptó hijos.
La naturaleza, pues, despeña un papel crucial en los roles de género. Y eso no es machista ni feminista, simplemente es algo innato: en la mayoría de las especies, la conducta del macho es sistemáticamente diferente de la conducta de la hembra.
El cerebro es un órgano con género. Y un Ferrari o una muñeca pepona poco o nada harán por cambiar eso. Pero lo he simplificado mucho, si os apetece ahondar en el tema, os recomiendo la lectura del estupendo libro La tabula rasa, de Steven Pinker.
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