La reproducción humana es probablemente una de las necesidades biológicas más poderosas que existen: si no sintiéramos el impulso de reproducirnos, poco habría durado nuestra especie sobre la Tierra.
De modo que todos nosotros somos duchos a la hora de buscar pretextos para tener descendencia: porque es bonito, para afianzar nuestra relación con nuestra pareja, para darle sentido a la vida, para dejar una huella de nuestro paso por el mundo… y, por encima de todo, porque nos hace felices.
El problema es que nuestro cerebro no es muy hábil a la hora de calibrar cuán feliz nos hará una actividad. Por muy hedonistas que seamos, nos cuesta horrores determinar qué nos hará felices en el futuro.
El primer escollo es que la mayoría de cosas que nos proporcionan felicidad (y que son las que más cultivamos) nos proporcionan una felicidad efímera. Por ejemplo, todos disfrutamos enormemente al zamparnos una chocolatina. Una chocolatina es algo así como la felicidad empaquetada y en vena. Pero, tras comérnosla, no tardamos en regresar al estado de ánimo inicial. Más aún: si abusamos de las chocolatinas, lo que suele ocurrir es que, a la larga, ello nos producirá infelicidad en forma de kilos de más, diabetes u otros problemas de salud.
Lo mismo sucede con las drogas, el sexo, la televisión, la música, etc. Muchos de nuestros placeres más intensos son de corta duración y, a largo plazo y por abuso, se vuelven en nuestra contra.
Los psicólogos Timothy Wilson y Daniel Gilbert también han sugerido que se nos da fatal fijar objetivos a largo plazo. Un caso paradigmático que ellos presentan es el de tener hijos. A simple vista, tener un hijo parece una empresa enriquecedora en muchos sentidos; y la gente que tiene hijos suele contar maravillas sobre su experiencia. Pero diversos estudios sugieren que tener hijos no aumenta necesariamente la felicidad neta; incluso, por término medio, tener hijos conlleva ser menos feliz que no tenerlos.
Aunque los clímax (“Papi, te quiero”) pueden ser espectaculares, en el día a día, la mayor parte del tiempo dedicado al cuidado de los niños es simple trabajo. En estudios “objetivos” que preguntan a los sujetos por su nivel de felicidad en momentos aleatorios, el cuidado de los hijos (tarea con una clara ventaja adaptativa) oscila en algún punto entre las tareas domésticas y la televisión, muy por debajo del sexo y el cine. Por suerte, desde la perspectiva de la perpetuación de la especie, la gente tiende a recordar los clímax (intermitentes) mejor que la pesada rutina diaria de los pañales y el servicio de chófer.
Obviamente, tener hijos es importante para la supervivencia. Pero también lo es comer. De modo que quizá, a la hora de tener hijos, deberíamos tener las mismas prevenciones que tenemos cuando decidimos comer o no otra chocolatina.
Vía | Kluge de Gary Marcus
Ver 35 comentarios