Vértices geodésicos: punteando todo el mundo con placas de metal (I)

Vértices geodésicos: punteando todo el mundo con placas de metal (I)
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¿Os acordáis de aquella escena de las atalayas en Las dos torres, el segundo volumen de El señor de los anillos, de Tolkien? Para quienes no hayan leído la novela, quizá les sirva la adaptación cinematográfica que realizó Peter Jackson. En la escena, se debe enviar un mensaje a gran distancia, una llamada de alerta. Como en la Tierra Media no existen los teléfonos móviles, el sistema empleado consistía en una serie de atalayas instaladas en las cumbres de varias montañas y altiplanos en las que podía prenderse un puñado de ramas secas para formar una hoguera.

La hoguera sería lo suficientemente poderosa como para ser vista por la siguiente atalaya, situada a varios kilómetros de la primera, para así también encender su fuego, que sería la señal para que la siguiente atalaya también lo hiciera, y así sucesivamente. De esta forma, la señal viajarían cientos de kilómetros es pocos minutos. No es tan rápido y eficaz como un móvil, sobre todo porque no permite una conversación bilateral, pero sin duda era un ardid ingenioso para contactar con interlocutores situados a distancias inabarcables por el método tradicional y pedestre consistente en un grito cuya onomatopeya podría ser: “¡¡¡Eh!!!“.

Como sucede con casi todo, en el mundo real, el tangible, el que podemos ver cada mañana al despertarnos tras quitarnos las legañas de los ojos, existe algo muy similar a esa red de atalayas de ficción. Y, como de costumbre, resulta más espectacular que el sistema ideado por Tolkien.

SI TE PIERDES, BUSCA UN VÉRTICE

Muchos animales disponen de brújulas naturales para no extraviarse que, por ejemplo, detectan el campo magnético terrestre. Aves que en la piel que recubre su pico tienen partículas de magnetita, mineral de óxido de hierro extremadamente sensible al campo magnético, que lel permite mantener el rumbo. De igual forma poseen un sentido de localización los salmones, las langostas, las tortugas bobas, las mariposas monarca, las abejas e infinidad de otras criaturas, incluidas las reses, que siempre regresan al redil, o las cabras, que siempre tiran al monte.

Los seres humanos, más limitados en este aspecto (y algunos incluso con un nulo sentido de la orientación), se ven obligados a usar la inteligencia para encontrar señales estáticas o previsibles para dotar de norte a su avance. Los antiguos navegantes miraban las estrellas. Un hombre perdido en la montaña puede fijarse en el sol para determinar hacia dónde se encamina. Cualquier Manual de los jóvenes castores os surtirá de toda clase de estrategias y artilugios a lo Mcgyver para orientaros en el bosque (lo sé, mi acervo cultural está lleno de spam).

Pero poca gente conoce uno de los sistemas no electrónicos más precisos que existen. Una red de atalayas que cubren todo el globo, cubriendo distancias que ni el mismo Ptolomeo hubiera podido medir, y que seguramente serían capaces de sacar a cualquiera del Triángulo de las Bermudas (si allí también la hubiera, claro).

Claudio Ptolomeo fue el autor del primer atlas universal. Debemos situarnos en la Grecia del siglo II. Entonces, su precisión cartográfica era asombrosa, pues incluso se aceptaba ya que la Tierra era redonda y no plana. Por ello, este atlas fue el mapa que Cristóbal Colón empleó para proyectar su viaje al Nuevo Mundo. Ya más cerca en el tiempo y la distancia, Tomás López de Vargas, sin salir nunca de su despacho en Madrid, logró confeccionar en 1767 un rico Atlas de España en el que figuraban ya todos los ríos, arroyos, afluentes, sierras y caminos.

Su técnica fue la quintaesencia del pragmatismo: se limitó a enviar cartas a las autoridades de todos los pueblos de España, alcaldes, párrocos, jueces, solicitándoles información sobre su pueblo y los alrededores. Como curiosidad para saber quiénes odiaban o amaban su región, estaba muy bien, pero al parecer no era demasiado útil después de todo. Hasta entonces, la creación de mapas era una actividad más artística que científica. Hay que llegar hasta 1859 para encontrar los primeros intentos sistemáticos de cartografiar el mundo moderno. Es entonces cuando se establecen las primeras triangulaciones geodésicas de primer y segundo orden para crear una red topográfica. Gracias a un artefacto llamado Aparato Ibáñez, inventado por el cartógrafo Carlos Ibáñez (no era muy original bautizando inventos) y que servía para medir bases geodésicas, se publica en 1875 la primera hoja del mapa, la hoja de Madrid. Casi 100 años después, en 1968 se publicará la última hoja.

Como veis, dibujar mapas es una empresa lenta y difícil.

En la segunda entrega de esta serie de artículos sobre los vértices geodésicos, explicaremos exactamenten qué consisten éstos.

En Xataka Ciencia | Todas las entregas de esta serie de artículos

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