McNamara fue un vituperado secretario de Defensa durante la guerra de Vietnam que parecía no tener emociones. Su mente regía fríamente, usando razones, usando grandes habilidades analíticas, como un robot. O como un economista.
Por esa razón, McNamara se dio cuenta de lo que ocurría con los coches. La Compañía Automovilística Ford le solicitó a él y otros miembros de su unidad que aplicaran su magia estadística a la industria del automóvil, porque si seguía aumentando la tasa de mortalidad en carretera era probable que las ventas de coches se acabaran resintiendo.
McNamara sabía que los aviones tenían cinturones de seguridad. ¿Por qué no los coches? Desde entonces, todos los coches de la empresa Ford se empezaron a equipar con cinturones de seguridad, una medida fácil y barata. Una medida que lo cambiaría todo al cabo de un tiempo.
El Congreso empezó a imponer criterios federales de seguridad a mediados de los años sesenta, pero quince años después la utilización del cinturón de seguridad seguía siendo ridículamente baja: solo el 11 por ciento. Con el tiempo, la cifra fue subiendo poco a poco, gracias a una serie de empujones: la amenaza de multa, intensas campañas de concienciación pública, molestos pitidos y luces intermitentes en el salpicadero si el cinturón no estaba abrochado, y por último, la aceptación social de que ponerse el cinturón no era un insulto a la capacidad de conducción de ningún conductor.
Los cinturones de seguridad han acabado reduciendo el peligro de muerte hasta en un 70 %. Antes de eso, al mínimo choque, el conductor y el resto de los ocupantes salían despedidos de los coches o simplemente eran aplastados contra el chasis. Desde 1975, pues, este pequeño añadido, junto con otros, han salvado la vida aproximadamente a cientos de miles de personas.
Pero aún hay 40.000 muertos anuales en Estados Unidos, ¿verdad? ¿No es demasiado pronto para cantar victoria? Pues lo es relativamente. Los norteamericanos se pasan mucho tiempo de su vida dentro de sus coches, recorriendo hasta 5 billones de kilómetros al año.
Es decir, que hay una muerte por cada 120 millones de kilómetros. O dicho de otra manera: si una persona conduce 24 horas al día a 50 kilómetros por hora… puede esperar morir en un accidente de tráfico después de conducir durante 285 años seguidos. Y dicho de una manera más chocante: conducir por Estados Unidos no es mucho más peligroso que quedarse sentado en el sofá.
Si cada año mueren 40.000 personas en su coche es porque… la gente debe morir de algo. Si elimináramos todos los coches del país, la gente seguiría muriendo por otras razones, porque dedicaría todo el inmenso tiempo que invierte en conducir en otras actividades, algunas de las cuales serían de mayor riesgo.
Alcanzar una cifra de cero muertos en accidentes de tráfico (o una cifra mucho más baja que la actual) sería posible, por supuesto, pero ¿es del todo deseable? No lo será en tanto en cuanto tengamos presente dos factores: uno, que conducir no es tan peligroso como parece; dos, que las medidas de seguridad puedan exceder al simple hecho de vivir en libertad. (Es decir, quizás si viviéramos recluidos en una clínica, supervisados las 24 horas por médicos y enfermeros, nuestro índice de supervivencia sería mayor, pero ¿realmente queremos “vivir” de ese modo?
Gracias a McNamara, ahora podemos conducir con unas probabilidades de morir en ello similares a cualquier otra actividad considerada como segura.
A unos 25 dólares por unidad, son uno de los artefactos salvavidas más efectivos, en relación con su coste, que jamás se han inventado. En un año cualquier, cuesta unos 500 millones de dólares instalarlos en todos los vehículos estadounidenses, lo que da un coste aproximado de 30.000 dólares por cada vida salvada. ¿Cómo se compara esto con un artefacto de seguridad mucho más complejo, como el air bag? Con un precio anual total de más de 4.000 millones de dólares, los air bags cuestan aproximadamente 1,8 millones de dólares por cada vida salvada.
Vía | El hombre anumérico de John Allen Paulos / Superfreakonomics de Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner
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