Cuando estás de viaje y llegas a un lugar cuyo paisaje resulta casi edénico, hay dos clases de personas: los que sacan la cámara, toman un puñado de fotos y se marcha; y los que, como un servidor, prefiere sentarse y asimilar el paisaje de algún modo. Ruskin decía que la mejor forma de asimilar un paisaje era dibujarlo (aunque no supieras dibujar bien) o describirlo.
Así garantizas que tus ojos se han posado el suficiente tiempo en ese lugar. Hasta el punto de que es improbable de que se borre de tu cabeza.
Contemplar el lejano horizonte también sirve para elucubrar sobre aquellos pequeños y grandes enigmas que te rodeaban en el día a día, y que en el trajín cotidiano apenas tienes tiempo para apercibirte de ellos. Por ejemplo, ¿cuán lejos podía estar el horizonte que distinguía con mis ojos?
Según la geometría, teniendo en cuenta la curvatura de la Tierra y las limitaciones del ojo humano, para una persona que mida 1,70 metros, el horizonte se encuentra a poco menos de 5 kilómetros. Pero cuanta mayor sea la altura del sitio donde estés subido, también mayor será la distancia de tu horizonte.
Por ejemplo, para alguien que esté en la cima del Everest (a 8.848 metros de altura), el horizonte está a 335 kilómetros de distancia. Pero caben más matices, según apunta Ana Pérez Martínez en su libro de preguntas y respuestas ¿Cuánto pesa la Tierra?:
Si a esto se le añade el efecto de la refracción, que curva los rayos del sol a medida que pasan a través de la atmósfera, el horizonte estará aún más lejos. El tiempo frío incrementa la cantidad de refracción atmosférica, de modo que en localizaciones particularmente frías como la Antártida, la gente puede ver el horizonte a cientos de kilómetros de distancia. Por otra parte, al igual que la climatología puede algunas veces ayudarnos a mejorar la visión, también puede ocultárnosla, por ejemplo, la niebla y la luz dispersa pueden limitar la visibilidad. Y, por último, por supuesto, la topografía del terreno también es importante.
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