Una de las razones por las cuales se recurre a rigurosos ensayos clínicos para certificar la efectividad de un fármaco es que, en el proceso de la curación, intervienen muchos elementos que pueden desvirtuar el resultado. Por ejemplo, el efecto placebo: si el paciente tiene confianza en el fármaco, porcentualmente se curará más fácilmente.
También importa el color del fármaco, el tamaño, la marca, el precio que pagamos por ello… Por otro lado están las regresiones espontáneas de la enfermedad (nos curamos sin saber la razón, sin intervención médica).
E incluso el trato que nos dispense el médico puede ser importante en el resultado de una tratamiento. Y ni siquiera hace falta que el médico nos diga algo: basta con sus gestos, el énfasis en cómo nos comunica las cosas, los movimientos de cejas, las risas nerviosas, etc.
Esto lo expuso R. H. Gracely por allá 1985 en un artículo publicado en The Lancet. El experimento es ingenioso, aunque un poco difícil de entender si no se lee con atención.
Se cogió a un grupo de pacientes a los que se le iba a extraer una muela del juicio y se dividió aleatoriamente en tres grupos. El primer grupo recibió agua salina (un placebo). El segundo grupo recibió fentanilo (un analgésico opiáceo muy eficaz). El tercer grupo recibió naloxona, un fármaco bloqueador de los receptores opioides, es decir, que incrementaba el dolor.
Lo lógico sería pensar que el primer grupo notaría dolor. El segundo grupo no notaría casi dolor. Y el tercer grupo se retorcería aullando de dolor.
Pero las cosas no fueron así. Ninguno de los pacientes sabían qué clase de sustancia les habían suministrado, así que sólo podían basarse en la actitud que el médico tenía que con ellos (que sí sabía lo que estaba suministrando).
Ahora viene lo complicado: los tres grupos de pacientes fueron subdivididos a su vez en dos mitades. En la primera mitad, el médico sí que era informado de lo que estaba administrando al paciente. Pero en la segunda mitad, el médico NO sabía lo que suministraba. La segunda mitad de los doctores, pues, sabía que existía la posibilidad de estar administrando algo que redujera el dolor, pero no lo sabían a ciencia cierta.
Ahora se complica todavía más la cosa:
A los médicos del segundo subgrupo, se les mintió: se les dijo que estaban administrando o bien placebo, o bien naloxona, dos sustancia que podían no hacer nada, o podían contribuir a acentuar el dolor. Ahora bien, sin que estos facultativos lo supieran, lo cierto es que algunos de sus pacientes recibían realmente fentanilo, el analgésico. Como ya se imaginarán a estas alturas, el simple hecho de manipular lo que los doctores “creían” a propósito de aquellas inyecciones (y aun cuando tuvieran prohibido verbalizar sus creencias ante sus pacientes) contribuyó a que se apreciara una diferencia de resultados entre los dos subgrupos: los pacientes del primero experimentaron unos niveles generales de dolor significativamente menores. Tal diferencia no tuvo nada que ver con los medicamentos reales que se administraron ni (tan siquiera) con la información que los pacientes conocían al respecto: todo dependió de lo que los médicos sabían.
¿Quizá en la facultad de medicina deberían impartirse también clases de arte dramático? ¿El Oscar será condición sine qua non para aprobar el MIR? ¿Los doctores más histriónicos no necesitarán siquiera contar con medicinas para curar a sus enfermos?
Vía | Mala ciencia Ben Goldacre
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