¿Cómo sabe el médico cuál es el mejor medicamento que debe recetar? Malas noticias: demasiadas veces no lo sabe

¿Cómo sabe el médico cuál es el mejor medicamento que debe recetar? Malas noticias: demasiadas veces no lo sabe
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¿Sabéis por qué los controles y exigencias en la investigación científica son tan exhaustivos, e incluso por qué deberían serlo mucho más? ¿Sabéis por qué no hay que permitir que las pseudociencias, como la homeopatía, la acupuntura o osteopatía nunca deberían saltarse estas exigencias en aras del lucro económico o las creencias personales de los usuarios? ¿Por qué debemos combatir que las universidades acojan cursos donde se imparten esta clase de terapias que no aún no han demostrado su eficacia (al menos al mismo nivel que un fármaco alopático)?

La respuesta es desgarradoramente simple: porque los médicos no siempre saben cuál es la mejor medicina que deben recetar.

Si no filtramos suficientemente bien qué medicinas pueden adquirir dicho estatus y cuáles deben ser excluidas como tal, no sólo alimentaremos la posibilidad de que en una farmacia se vendan flores de Bach (lo cual implica que no podemos fiarnos de las farmacias y, para evitar el fraude, se nos obliga a investigar por nuestra cuenta la fiabilidad de lo que allí se vende), sino que propiciaremos una cosa mucho más catastrófica: que ni siquiera los médicos sepan distinguir entre un fármaco eficaz, uno ineficaz o incluso entre un fármaco y un burdo timo (ésta es la triste explicación que hay detrás de los, aún afortunadamente escasos, facultativos que prescriben homeopatía… aunque también entre los médicos existan intereses económicos que invitan a prescribirla a sabiendas de su ineficacia).

medicos

Pudiera parecer delirante para algunos de vosotros el admitir que un médico pueda resultar tan profundamente ignorante. Bien, la culpa no es de ellos, sino de la ingente cantidad de información médica, así como de la precariedad de los filtros disponibles para separar el grano de la paja. Además, como me han referido personalmente algunos recién licenciados en medicina, en la carrera no se suele profundizar lo suficiente en el funcionamiento el método científico, y a no ser que el estudiante o el futuro médico tenga interés personal en hacerlo, acabará ejerciendo su profesión bajo un alarmante estado de indefensión espistemológica, si me permitís la sofisticación.

Dicho lo cual, la solución nunca pasará por investigar por nuestra cuenta qué fármacos son los ideales para combatir los problemas de salud (nuestras experiencias personales o las anécdotas de familiares o allegados no resultan un modo correcto de averiguar si un medicamento es eficaz, por ello existen los ensayos de doble ciego).

Tampoco pasa por abandonarnos al caos y fiarnos de un curandero o alguien sin cualificación suficiente. Eso sería como dejar que cualquiera levantara un edificio de diez plantas porque ya no podemos depositar nuestra confianza en un arquitecto: el edificio probablemente se nos desplomaría encima. El exceso de información ha sido gestionado por la civilización precisamente creando personas que se especializan en pequeñas parcelas de dicha información: aspirar a estas alturas de la película a la idea de que nosotros mismos podemos saberlo todo no sólo es profundamente estúpido, sino irresponsable.

fármacos

Y de exceso de información quería hablaros para justificar la ignorancia del médico. Los médicos son incapaces de leer todos los artículos relevantes para su profesión: se publican cientos de miles de revistas médicas, y millones de trabajos académicos, y cada día el número de publicaciones no deja de aumentar. Tal y como explica Ben Goldacre en su libro Mala Farma:

En un estudio reciente se calculó el tiempo necesario para estar al día de la información. Los autores recopilaron los trabajos académicos publicados en un solo mes, relevantes para la práctica médica habitual, y, dedicando unos minutos a cada uno, calcularon que un médico tardaría seiscientas horas en leerlos por encima. Eso supone unas veintinueve horas cada día de la semana, lo cual es imposible, naturalmente. Así que, los médicos, para mantener al día sus conocimientos, no leen todos los ensayos sobre todos los tratamientos relevantes para su especialidad ni comprueban meticulosamente uno por uno los trucos metodológicos que señalamos en este libro. Los médicos abrevian, y de esas prisas hay quien se aprovecha.

La mayoría de médicos, pues, si es interrogada acerca de la razón por la que decide recetar un medicamento u otro responderá que lo aprendió así en la facultad, o que lo recetaba el colega del despacho de al lado, o que es lo que ha visto que receta el especialista en su contestación sobre los pacientes que le remite; o es lo que el visitador médico le dijo; o que cree que lo leyó en una revista médica, etc.

Es decir, una superficialidad y unas prisas que, como Goldacre denuncia, otros se aprovechan. Para evitar este problema hay que concienciar a la gente de que, en ocasiones, está siendo víctima de una estafa, que las farmacias venden cosas inútiles, etc. Pero, sobre todo, hay que mejorar los filtros que hay justo antes de llegar al sobresaturado médico:

Afirmo con toda sinceridad que si yo estuviera a cargo de los presupuestos de investigación médica suprimiría durante un año la investigación básica y únicamente subvencionaría proyectos dedicados a encontrar métodos para optimizar nuestro sistema de difundir información, asegurándome de hacer un buen resumen con todas las pruebas disponibles y así poder difundirlas y aplicarlas. Pero no estoy a cargo de los presupuestos de investigación, y concurren numerosas influencias muy poderosas. (…) En medicina, las marcas son irrelevantes y el juicio objetivo, real, es si un fármaco es el mejor para paliar el dolor, el sufrimiento o la senectud del paciente. Por consiguiente, la publicidad existe con el único objetivo de corromper en el ámbito médico la decisión sustentada en pruebas. La máquina es poderosa: gasta anualmente decenas de miles de millones de libras; solo en Estados Unidos, se gastan 60.000 millones de dólares en publicidad de medicamentos. Y lo extraordinario es que ese dinero no cae del cielo, sino que lo pagan los pacientes y sale directamente de las arcas públicas o de las cotizaciones de los pacientes a las aseguradoras médicas.
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