Hace solo un siglo, el término “estrés” era desconocido para la medicina. Sus inicios conceptuales se dieron gracias a un puñado de gatos estreñidos.
Los gatos pertenecían al psicólogo estadounidense Walter Cannon (1871-1945), que investigaba cómo la musculatura intestinal empuja los alimentos hacia el ano. Para realizar estos particulares estudios, Cannon alimentaba a gatos y examinaba el comportamiento de sus vísceras a través de un aparato de rayos X.
Enseguida se dio cuenta, sin embargo, que los gatos arqueaban el lomo, bufaban y demás signos elocuentes que le indicaron que los gatos no eran aptos para el experimento. Porque, cuando esto sucedía, las ondas peristálticas se debilitaban. Es decir, sufrían de estreñimiento. Cannon se preguntó entonces si realmente la ansiedad reducía la capacidad digestiva y cómo sucedía tal fenómeno.
Para estudiarlo, Cannon confeccionó el siguiente experimento, explicado por Jörg Blech en su libro El destino no está escrito en los genes:
Encerró a un gato durante un tiempo en una jaula con un perro. Éste en seguida comenzó a olisquear al felino y a ladrar. El gato se estremeció. En ese momento, Cannon le extrajo una muestra de sangre que comparó con la de otros animales que no habían sido expuestos al miedo y a la ansiedad. El resultado fue contundente: la sangre de los gatos amenazados contenía grandes cantidades de una sustancia que hoy está en boca de todos: la adrenalina. Ya en aquel entonces se sabía que la adrenalina eleva la presión arterial y los niveles de azúcar, además de frenar la digestión. Pero su vínculo con el miedo y las emociones era algo completamente novedoso.
Cannon llegó a la conclusión de que los procesos fisiológicos se alteraban de tal modo como parte del programa de supervivencia de la evolución, así, en un caso de urgencia, el cuerpo podría adaptarse con celeridad a la decisión de luchar o huir. Cannon bautizó este tipo de regulación como homeostasis.
Sin embargo, ¿el ser humano también estaba sujeto a estos procesos? Cannon tuvo una oportunidad única para comprobarlo: estaba en el año 1929, en decir, en pleno crack económico. La gente, en general, estaba llena de preocupaciones y estrés ante una situación económica tan poco halagüeña como la actual. Cannon no dejaba de ver gatos con forma de ser humano a su alrededor, gatos encerrados en una jaula y aislados del resto del grupo.
Por cierto, a pesar del mito de cientos de banqueros y brokers lanzándose por las ventanas de sus oficinas para suicidarse, solo se sabe de dos personas que se suicidaran a propósito del crack del 29 en Wall Street. Y ninguna de las dos eran banqueros. Incluso el New York Times de la época informaba ya de los rumores sobre especuladores suicidas. Incluso el médico forense de Nueva York tuvo que anunciar que los suicidios durante ese período se habían reducido respecto al año anterior. El economista John Kenneth Galbraith lo corroboró en su contrastada historia El Crack del 29 (1954), que concluía: “La ola de suicidios que siguió a la caída de la Bolsa forma parte de la leyenda de 1929. No existió.“
Lo que sí es cierto es que luego hubo más suicidios, durante la Gran Depresión, que siguió al crack del 29, tal y como apunta John Lloyd en El nuevo pequeño gran libro de la ignorancia:
Se registró un aumento del 30 por ciento en la tasa de suicidios en Estados Unidos y Gran Bretaña, y la misma pauta se ha visto repetida en crisis económicas más recientes. The Lancet publicó un estudio en 2009 en el que se analizaban veintiséis países europeos y detectó un aumento del 0,8 por ciento en el número de suicidios por cada punto porcentual del aumento del desempleo. Durante la crisis que siguió a la debacle financiera de 2008, los psicólogos estadounidenses inventaron un término para describir el fenómeno: “econocidio”.
Con todo, hubiera o no suicidas, fueran o no econocidios, el término específico de estrés no fue ideado por Cannon sino por el bioquímico Hans Selye, un investigador en la Universidad McGill de Montreal, que, en vez de gatos, empleaba ratas que tampoco lo pasaban muy bien.
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