Durante décadas, los anestesiólogos eran los asesinos en serie de las salas de quirófanos, y además mataban a los pacientes de formas horrorosas.
Algunos inhalaban monóxido de carbono. Otros se ahogaban porque el tubo de respirar se había desenganchado sin que el anestesiólogo se diera cuenta. Además, muchos de los productos usados para dejar inconsciente al paciente eran inflamables, lo que obligaba a los médicos a usar zapatos con suela de goma y placas metálicas en sus bolsillos, como toma de tierra, para evitar que saltara una chispa procedente de la electricidad estática.
El índice de negligencias, sin embargo, se atajó en la década de 1980 con fuertes medidas de control. Una de ellas fue inspirarse en el manual de los pilotos, al estilo check list, para no olvidar ningún paso. También animaron a combatir la idea de que el médico lo sabía todo, lo que permitió que las enfermeras dieran su opinión o advirtieran de algún error si lo detectaban.
Otras estrategias fueron mucho más sutiles, pero igualmente eficaces, tal y como explica Joseph Hallinan en su libro Las trampas de la mente:
Durante mucho tiempo, había dos fabricantes principales de las máquinas que contenían anestesia (básicamente Ford y GM, si se quiere pensar en esos términos). Los modelos eran similares, excepto en una diferencia clave: en las máquinas Ford, la válvula que controla la anestesia se tenía que girar en dirección de las manecillas del reloj; en las máquinas GM, giraba en la dirección contraria. A veces, los anestesiólogos se confundían respecto al modelo que estaban manejando y giraban la válvula en la dirección errónea. La solución fue unificar las máquinas, para que todas girasen en la misma dirección.
Imagen | morrissey
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