Las nubes son como ovejas deshilachadas. Como las circunvoluciones y anfractuosidades de un cerebro. Como platillos volantes. E incluso adoptan formas de conejo, casa y otros gracias al poder manipulador de las pareidolias.
Sin embargo, a pesar de todas las formas que pueden adoptar las nubes, podemos clasificarlas taxonómicamente de la misma forma que clasificamos las especies animales. Y no importa en qué lugar del mundo estemos (si bien unas serán más típicas de unos sitios que de otros), porque las nubes tendrán siempre esas formas y no otras, tal y como se ocupó de comprobar el meteorologo británico Ralph Abercromby (1842-1897) realizando una vuelta al mundo en 1887.
El número de formas de nubes parece infinito, pero se puede clasificar según unos rasgos característicos comunes. Fue en 1802 cuando Jean-Baptiste Lamarck trató de hacer una primera clasificación, diviéndolas entre nubes opacas, aborregadas, de tormenta, etc. Pero la clasificación que finalmente prosperó fue la establecida el mismo año por el farmacéutico inglés Luke Howard, tal y como explica José Miguel Viñas en su libro Curiosidades meteorológicas:
La clasificación de Howard, haciendo uso de un lenguaje poético y asignando a las nubes nombres en latín (lenguaje científico de la época), identificaba las formas nubosas, reduciendo todo a la combinación de tres géneros básicos: cirrus (fibra o cabello), cumulus (montón) y status (capa). aparte del calificativo nimbus, usado para caracterizar a las nubes generadoras de lluvia.
Actualmente, y tomando como referencia la nomenclatura de Howard, las nubes se agrupan en función de la altura a la que se sitúan sus bases, distinguiéndose entre nubes altas (cirrus, cirrocumulus y cirrostratus), medias (altostratus, altocumulus y nimbostratus), bajas (stratus y stratocumulus) y de desarrollo vertical (cumulus y cumulonimbus).
Las nubes más altas se forman a unos 6.000 metros de altitud; las más bajas lo hacen a un nivel inferior a los 2.000 metros. Aunque existen excepciones.
Según el Atlas Internacional de Nubes, la nube 0 es la más alta concebible. Se conoce por el nombre de cirro, tiene forma de filamentos delicados y puede alcanzar hasta 12.000 metros de altura y está compuesta íntegramente de hielo.
Justo en el punto opuesto están las típicas nubes de tormenta, la nube 9, el cumulonimbo, que se encuentran en la parte más baja de la escala porque es capaz de abarcar todo el espacio vertical posible, desde unos cuantos metros de altura hasta el límite con la estratosfera (15.000 metros). Tal vez de ahí provenga, por cierto, la expresión inglesa de estar en el séptimo cielo, que se traduce como cloud nine (nube 9).
A su vez, cada uno de estos géneros de nubes pueden presentar características que permiten subdividirlas en un total de quince especies, las cuales reciben nombres latinos que hacen referencia a la concreta particularidad de la nube: fibratus (que tiene estructura fibrosa), castellanus (que tiene protuberancias), fractus (que tiene discontinuidades), mediocres (que tiene un escaso desarrollo), stratiformis (que tiene estratificación) y así más y más términos que parecen los nombres de las órdenes de alguna secta masónica.
Aún hay más nomenclaturas para cada especie, que se clasifica por su aspecto óptico: translucidus, opacus, etcétera.
Y cada cierto tiempo se descubren todavía más tipos de nubes, como la última detectada en Cedar Rapids, Iowa, gracias a una fotografía de Jane Wiggins. La Royal Meteorological Society propuso a mediados de 2009 a la Organización Meteorológica Mundial esta nueva variedad de nube a la que llamó asperatus. La densa capa de estratocúmulos es, tal y como describe Gavin Pretor-Pinney, “como si mirásemos un mar embravecido y oscuro desde abajo”. Como si el mundo se hubiera vuelto del revés:
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