Del cielo se precipita tal variedad de cosas que uno, a poco que le eche imaginación, podría creer que entre las nubes existe una gran tómbola que continuamente está entregando premios. Todavía no han caído perritos pilotos, es cierto, pero sí lo han hecho otra clase de cosas, aunque no precisamente una botella de Coca Cola vacía como la que caía del cielo en la película de 1980 Los dioses deben de estar locos y que trastornaba la vida de los bosquimanos del Kalahari.
En España, por ejemplo, fuimos víctimas de una lluvia bastante importante de hidrometeoros en el año 2000. A lo largo de ese año, cayeron más de 50 de estos bloques de hielo, rompiendo todo lo que se ponía a su paso. Por ejemplo, en un pueblo de Sevilla, Tocina, uno de estos bloques de 1,8 kilogramos destrozó un Fiat Tipo delante de varios testigos.
Estos trozos gigantes de hielo no proceden ni de naves, ni de aviones, aunque en muchas ocasiones se precipiten del cielo en días sin nubes tormentosas a la vista. El bloque de hielo más grande del que se tiene constancia en el mundo midió 17,8 centímetros de diámetro, casi el doble del tamaño de una pelota de tenis.
Una tarde de verano de 1969, los ventanales de una hostería de los Alpes alemanes próxima a Oberstdorf fueron literalmente hechos añicos por una lluvia de monedas antiguas, en especial rupias, maravedíes y piastras.
También ha habido lluvias de ranas, de peces, de culebras o de otros animales pequeños. En 1578, en Bergen, Noruega, llovieron ratones. En Iowa, en junio de 1882, durante una tormenta de hielo cayeron bloques de hielo que contenían ranas congeladas. Sin congelar, también llovieron ranas sobre Atenas en 1980 y sobre Frías de Albarracín (Teruel) en 1988. En Birmingham, Inglaterra, llovieron sapos de color blanco en junio de 1892, y también este año fue la lluvia de mejillones que se produjo en Paderborn.
Patos cayeron muertos en Maryland en julio de 1969. En agosto de 1894, miles de medusas se precipitaron sobre la ciudad inglesa de Bath. La mayoría de veces, si no todas, los animales son succionados por la manga de un tornado y luego se precipitan desde el cielo como si procedieran de una tormenta.
Aunque hace años se les atribuían causas sobrenaturales, como ocurre en el texto El libro de los condenados (1919), de Charles Fort. Un texto que registra meticulosamente todas las noticias aparecidas en la prensa durante siglos o las referencias de cronistas e historiadores que según Fort eran lo suficientemente extrañas como para ser consideradas excluidas, supuestamente, del ámbito científico. Es un libro muy pintoresco que recoge 25.000 entradas de fenómenos inexplicables en aquella época, principios del siglo XX: precipitación de grandes trozos de hielo, barro, carne y azufre; nieve negra; bolas de fuego; cometas caprichosos; desapariciones misteriosas, meteoritos con inscripciones extrañas; ruedas luminosas en el mar; lunas azules; soles verdes; lluvias de sangre.
En definitiva, un charlatán como los que ahora siguen ignorando, a sabiendas o no, las explicaciones científicas de estos fenómenos. Aunque H. P. Lovecraft consideraba a Fort como uno de sus maestros, y autores de ensayos antropológicos como Pauwels y Bergier reconocen haber utilizado el método forteano (cuyo equivalente celtíbero sería Jiménez del Oso) de búsqueda para escribir su famosa obra El retorno de los brujos.
Las lluvias de colores merecen un aparte. En Italia se cuenta que en el año 1980 llovió leche. En Seguí, Argentina, el 7 y 10 de septiembre de 2007 se produjo una lluvia verde. En el departamento de Arauca, en el noroeste de Colombia, el 3 de diciembre de 2000 cayó una lluvia de color negro, que causó gran temor entre los pobladores de la zona. Se dedujo que procedió de una nube de compuestos fotoquímicos, producto probablemente de algún incendio forestal o de los humos de algunas fábricas.
Y como si el cielo fuera las acuarelas de un pintor, también se han dado casos de lluvias rojas. El 31 de julio de 2008, en Bagadó, Colombia, se produjo una lluvia de estas características a eso de las 10:30 de la mañana. En Sao Paulo, en 1968, llovió carne y sangre. Incluso hay un caso de nieve roja que se produce con bastante frecuencia en las montañas de Colorado, Estados Unidos.
La llaman nieve sandía (watermelon snow), porque quien la ha probado (que ya hay que tener valor para meterse en la boca un puñado de nieve roja como si en realidad fuera un polo de fresa) asegura que tiene, en efecto, sabor a sandía. El color se lo proporciona unas algas microscópicas, la Chlamydomonas nivalis, que se cuentan por millones en cada centímetro de esta nieve.
Lo cierto es que hay tantos tipos de algas capaces de sobrevivir en la nieve que la nieve de color rojo no es la única que podemos observar en el mundo. En la carta de helados naturales también existen nieves amarillas, marrones y negras (me pregunto a qué sabrán las marrones y negras).
Por descontado, muchos de estos registros de caídas de cosas extrañas podrían ser imprecisos o directamente fraudulentos, porque muchos se basan en testimonios. Con todo, muchos no lo son, así que el cielo todavía sigue pareciendo una tómbola repartiendo premios.
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