Voy a hablaros de un medio de transporte que producía grandes atascos, inmensos gastos en seguridad e innumerables accidentes mortales de tráfico. Un medio de transporte que consumía tanto combustible que ello provocaba la subida estrepitosa de los precios de los alimentos, causando escasez. Un medio de transporte que producía emisiones contaminantes y tóxicas, que ponían en peligro el medio ambiente y la salud de la gente.
Sospecho que a estas alturas estaréis pensado: ¡es el automóvil!
Pues no. Fue el caballo.
Con la expansión de las ciudades modernas aparecieron múltiples transportes tirados por caballos, como tranvías, coches particulares; también los caballos eran los encargados de arrastrar materiales de construcción, de la descarga de cargamentos de barcos y trenes e, incluso, de hacer funcionar las máquinas que fabricaban muebles, cuerdas, cerveza y ropa.
Cuesta creer que el caballo resultara tan problemático, cuando en las películas no podemos evitar sentirnos seducidos por esos carruajes tirados por caballos que transportaban a Sherlock Holmes, a D´Artagnan o cualquier otro héroe victoriano. ¿Cómo un medio de transporte tan romántico y aparentemente ecológico iba a resultar tan gravoso para la humanidad?
Pues lo era, y hasta límites grotescos. Límites que posiblemente sólo han conseguido igualar los vehículos con motor de combustión.
A principios del siglo XX, por ejemplo, en la ciudad de Nueva York vivían y trabajaban unos 200.000 caballos. Es decir, 1 caballo por cada 17 personas.
Los carros tirados por caballos atascaban terriblemente las calles, y cuando un caballo desfallecía, se le solía matar allí mismo. Esto causaba más retrasos. Muchos propietarios de establos contrataban pólizas de seguros de vida que, para protegerse contra el fraude, estipulaban que la ejecución del animal la llevara a cabo una tercera parte. Esto significaba esperar a que llegara la policía, un veterinario o la Sociedad Protectora de Animales. Y la muerte no ponía fin al atasco. “Los caballos muertos eran sumamente inmanejables”, escribe el estudioso de los transportes Eric Morris. “Como consecuencia, las personas que limpiaban las calles esperaban muchas veces a que los cadáveres se descompusieran, para poder cortarlos en trozos con más facilidad y llevárselos en carros.”
Además, los caballos que tiraban de carruajes eran mucho más ruidosos que los coches actuales (aunque quizá no tan ruidoso como el petardeo de una motocicleta de tubo de escape trucado). El estrépito de las ruedas de hierro y de las herraduras podía llegar a ser tan molesto que incluso causaba numerosos trastornos nerviosos en los vecindarios. En algunas ciudades, en consecuencia, se prohibió el paso de caballos por las calles que rodeaban los hospitales y otras zonas sensibles.
El paso de un carruaje despertaba a cualquiera en mitad de la noche, y sin duda sería también la pesadilla del científico Charles Babbage, amante del silencio, lo que le llevó a escribir un tratado casi científico titulado Observaciones sobre los alborotos de la calle, en el que estimaba que una cuarta parte de sus capacidades laborales se habían menguado debido a la contaminación acústica de la urbe, y concluía:
Aquellos cuyas mentes están totalmente ociosas acogen la música de la calle con satisfacción, porque llena la vaciedad de su tiempo.
En la próxima entrega profundizaremos en otros insospechados motivos que hacían del caballo el medio de transporte más traumático para los urbanitas, como son los accidentes que producían. O el estiércol.
Vía | Superfreakonomics
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