Hay dos maneras de fomentar la igualdad entre personas que pertenecen a una misma sociedad. La primera consiste en mejorar la condición de aquellos que están abajo. La segunda, la más fácil y atractiva, pasa por empeorar la condición de aquellos que están arriba; lo que los filósofos llaman “igualar por lo bajo”.
Lamentablemente, quienes luchan por la igualdad social no suelen ser precavidos a la hora de igualar por lo bajo.
Por ejemplo, hay personas que se oponen a la sanidad privada o a los colegios privados exclusivamente porque permiten a ciertos individuos lograr un mejor tratamiento médico o una mejor educación que otros. A no ser que se demuestre que el beneficio que obtiene el rico genera daños directos y tangibles sobre el pobre, entonces este impulso igualitario es un ejemplo de igualar por lo bajo.
Tal y como explica el filósofo Joseph Heath en su libro Lucro sucio:
Es muy fácil nivelar por lo bajo sin darse cuenta. Considérese el ejemplo del capítulo 2 de una sociedad desigualitaria que crece a una tasa anual del 5 por ciento y una más igualitaria que crece a una tasa de sólo el 0,5 por ciento. En el corto plazo, las pérdidas de eficiencia en la sociedad igualitaria pueden compensarse con los beneficios que fluyen a los trabajadores peor pagados. Pero, transcurridos 16 años, elegir un camino más igualitario se vuelve un puro ejercicio de igualar por lo bajo, dado que en ese momento todos en la sociedad desigualitaria (incluidos los trabajadores peor pagados) se habrán hecho más ricos que su contraparte en una sociedad más igualitaria. Cuando sucede eso, la gente puede razonablemente empezar a preguntarse qué es esa igualdad, dado que parece estar haciendo que todos, incluso los más pobres, estén peor. Desde luego, el dinero no lo es todo, y puede que haya otras razones para preferir el acuerdo igualitario; pero es importante darse cuenta de que ayudar financieramente a los pobres no puede consistir en convertirse en uno de ellos.
Por esa razón, existe una fina línea entre promover la igualdad y promover la eficiencia. Igualando por lo bajo, conseguimos lo primero, pero no lo segundo.
Imaginemos que tratamos de intervenir en los precios para alentar la justicia distributiva. Por ejemplo, reduciendo el precio de la electricidad. De este modo, estamos beneficiando a las clases bajas, en efecto, para que puedan usar más la electricidad. Pero, a la vez, reducimos la eficiencia: damos a todos un incentivo para despilfarrar la electriidad.
Si incrementamos los salarios de los trabajos no cualificados, disminuiremos el incentivo de la gente para adquirir habilidades cualificadas.
Si reducimos el precio de los peajes, los que pueden permitírselo dejarán de encontrarle sentido a usarlos si ya la mayoría los toma y hay tanto tráfico en la autopista como en la carretera: cuando alguien necesite llegar más deprisa de lo normal a un sitio, sea rico o pobre, no podrá hacerlo. Algo similar puede observarse con los aparcamientos de pago.
El verdadero mérito, pues, si no queremos encallarnos en la demagogia barata, reside en elaborar políticas públicas que impliquen descubrir maneras de mejorar la igualdad sin sacrificar demasiado la eficiencia.
Desde esta perspectiva, el calentamiento global crea una gran oportunidad en el Estado del bienestar igualitario. El establecimiento de un impuesto sobre las emisiones de carbón (el “impuesto al carbón”) es totalmente justificable sobre la base de la eficiencia. Tal impuesto “se compensará a sí mismo” a través de sus propios efectos sobre los incentivos (a saber, reducir las emisiones de dióxido de carbón). Esto a su vez dejará al Estado libre de gastar sus ingresos de una forma que parezca más o menos adecuada, con objetivos como la reducción de la pobreza y la ayuda social.
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