A nadie le gusta la basura. Huele mal, es un foco de infecciones, un criadero de animales que no queremos tener cerca. Sin embargo, el valor de la basura varía significativamente en función del país que analicemos, descubriendo que hay ciertas correlaciones fijas: cuanto más pobre es el país, más valor tiene su basura; y viceversa. Aunque todos estemos rodeados de ella, como adelantamos en el artículo sobre las basuras más abundantes en las playas.
Habida cuenta de la proliferación de personas que rebuscan en las basuras en España, por ejemplo, que están equipadas con carros y otros adminículos como ganchos para alcanzar fácilmente la basura de los contenedores de la calle, también podemos hacer un diagnóstico de la salud económica de un país a varios niveles. O el hecho de que se generen ahora menos basura que antes debido a la crisis económica: la gente consume menos.
En Nueva Delhi, en 2002 alguien que recogiera desperdicios ganaba dos rupias por kilogramo de botellas de refrescos, y siete rupias por kilogramo de frascos de champú de plástico duro. Un niño que trabajara en los vertederos de Nueva Delhi podía ganar veinte o treinta rupias al día.
En Alemania, devolver las botellas de cristal a un supermercado o un puesto de currywurst callejero, por ejemplo, proporciona una devolución del importe de 15 céntimos, lo que constituye un incentivo para reciclar, y también para que muchas personas sin recursos se dediquen a deambular por Berlín en busca de botellas vacías.
Y así, nuestra relación económica con la basura produce toda clase de paradojas, como explica Eduardo Porter en su libro Todo tiene un precio:
Al parecer, los noruegos están dispuestos a pagar 114 dólares por tonelada a cualquiera que separe los materiales reciclables de la basura en general. Hace varios años, una encuesta entre las familias de la comunidad de Carter, Tennessee, reveló que éstas estaban dispuestas a pagar 363 dólares al año, en dinero actual, para evitar tener un vertedero en las inmediaciones. Pero para otros la basura puede ser una mercancía valiosa. En Kamboinsé, en las afueras de Ougadougou, Burkina Faso, los granjeros pagan a los basureros municipales para que viertan desperdicios sólidos sin clasificar sobre sus campos de sorgo y mijo como fertilizante, incluyendo los plásticos.
El precio que pagamos por las cosas dice mucho acerca de una sociedad, máxime si hablamos de sus desperdicios. La suciedad es más económica en los países pobres (sus habitantes aceptan más basura a cambio de mayor crecimiento), pero el precio relativo de la contaminación aumenta a medida que la población se enriquece. Por eso China es un lugar sucio y Suiza es un lugar limpio: los helvéticos prefieren preservar el medio ambiente antes que proporcionar empleos industriales a los granjeros desempleados.
En las organizaciones medioambientales hay el doble de suizos que de chinos. Más de la tercera parte de la población de Suiza considera que la contaminación ambiental es el problema más importante al que se enfrenta su país; sólo un 16 por ciento de los chinos opina lo mismo. (…) Un estudio concluye que las emisiones de dióxido de azufre alcanzan un máximo cuando la renta per cápita de un país ronda entre los 8.900 y los 10.500 dólares.
La contaminación medioambiental, pues, no es solo una cuestión educativa o de concienciación individual, también tiene que ver con los incentivos económicos: las elecciones tomadas al respecto de cómo tratamos a la naturaleza vienen determinadas por los precios de las opciones que se nos presentan (lo que calculamos es su costo relativo) en comparación a sus beneficios.
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