El consumo desaforado es capaz de concebir nuevos mundos regidos por reglas que, desde la comodidad de nuestro sofá, parecen haber sido inventadas por un escritor de novelas distópicas muy imaginativo, pero que existen gracias a nosotros, gracias a nuestra falta de imaginación a la hora de comprar las mismas cosas en los mismos sitios.
Es la periodista e investigadora Naomi Klein quien nos pone sobre el aviso de estas nuevas geografías surgidas de las grandes fortunas de las multinacionales. Son las denominadas zonas de libre comercio, lugares situados en Indonesia, China, México o Vietnam donde se abren zonas de procesamiento de exportaciones, los verdaderos fabricantes de ropa, electrónica o juguetes que todos nosotros consumimos; también existen áreas de libre comercio en lugares más próximos al Primer Mundo como las tiendas de los aeropuertos o los bancos de las islas Caimán.
Sin embargo, las Zonas de Procesamiento de Exportaciones (ZPE) siguen la misma filosofía pero no se limitan a almacenar, sino también a fabricar. Lugares exentos del pago de gravámenes de importación y exportación que se fomentaron sobre todo a partir de 1964 como método para permitir el desarrollo económico del Tercer Mundo.
A la Zona de Procesamiento de Cavite, en Rosario, a 90 millas al sur de Manila, es donde acabó Klein durante una semana de principios de 1997 en su labor de investigación, y lo que allí encontró sólo puede recibir el calificativo de dantesco. Desde lejos es la mayor zona de libre comercio de Filipinas, un sector industrial amurallado de 682 acres cuadrados que acoge 207 fábricas donde se producen exclusivamente artículos para ser exportados. Pero de cerca, el lugar tiene otro aspecto mucho más agitado, tal y como señala Klein en su libro No Logo:
La población de 60 mil personas de Rosario parecía muy activa; las concurridas y tórridas calles del pueblo bullían de jeeps militares convertidos en minibueses y de motocicletas-taxis dotadas con precarios sidecares, y en las aceras se sucedían puestos de venta de arroz frito, de Coca-Cola y de jabón. La mayoría de esta actividad comercial se dirige a los 50 mil trabajadores que atraviesan Rosario camino a sus trabajos en la zona, cuyo gran portal de entrada se halla en el centro del pueblo. (…) Tras las puertas, los obreros montan los productos de nuestro mundo de marca: zapatillas deportivas Nike, pijamas de The Gap, pantallas de ordenadores IBM, vaqueros de Old Navy. Pero a pesar de la presencia de multinacionales tan ilustres, Cavite, al igual que la creciente cantidad de zonas de procesamiento de exportaciones que hay en todo el mundo en vías de desarrollo, puede muy bien ser uno de los pocos sitios del mundo donde las supermarcas apenas se ven. De hecho, trata de mantener la máxima discreción.
Y es que, en estos lugares, las fábricas no tienen logotipos en sus fachadas, como si estuvieran a salvo del consumismo que a nosotros nos obliga a adquirir los productos que aquí se confeccionan en serie. Porque Cavite es un sitio dedicado únicamente al trabajo, como si fuera una prisión o una gigantesca galera en la que resuena acelerado y ensordecedor el tam-tam. Como un pequeño país dentro de otro. Un país que, a tenor de la gran presencia de guardias armados, parece un estado militar; aunque en realidad sea una zona regida por una economía libre de impuestos, independiente de los gobiernos municipal y provincial. Un mundo proletario en el que las jornadas se alargan hasta 14 horas y los salarios están por debajo del nivel de la supervivencia.
En Cavite, la zona económica está diseñada como un mundo ideal para los inversores extranjeros. En las afueras de Rosario se han construido campos de golf, clubes para ejecutivos y escuelas privadas para paliar las incomodidades de la vida en el Tercer Mundo. El alquiler de las fábricas es increíblemente bajo: 11 pesos por pie cuadrado, menos de un centavo de dólar. (…) En Cavite, la zona es una especie de suburbio industrial futurista donde todo obedece a una orden: los trabajadores llevan uniformes, el césped está bien cortado, las fábricas están reglamentadas. Hay bonitos carteles por todas partes donde se lee “Mantengamos limpia nuestra zona” y “Promovamos la paz y el progreso en Filipinas”. Pero atravesamos los portales y la ilusión desaparece. Si no fuera por las multitudes de obreros que se reúnen al comienzo y al final de la jornada, nadie diría que el pueblo de Rosario tiene más de 200 fábricas. Las calles son un laberinto, el agua corriente escasea y la basura se desborda por doquier.
Un mal sueño donde las normas se cumplen a rajatabla. Donde los lavabos están cerrados excepto en los dos descansos de 15 minutos que dispone el trabajador. Donde está prohibido hablar mientras se trabaja, incluso sonreír. Donde se puede leer un cartel en letras mayúsculas rojas que reza: NO ESCUCHES A LOS AGITADORES NI A LOS REVOLTOSOS. Donde las horas extraordinarias se pueden llegar a pagar con donuts y bolígrafos, como sucede en una fábrica de pantallas de ordenador IBM. Negarse a hacer horas extraordinarias puede conllevar el despido inmediato, sin mayor explicación. Unas horas extras que superan todos los límites, como le sucedió a Carmelita Alonzo, que es conocida por haber muerto “por trabajar demasiado” mientras cosía ropa para The Gap y Liz Claiborne, que encadenó demasiados turnos nocturnos por obligación hasta fallecer el 8 de marzo de 1997, el Día Internacional de la Mujer. Donde la mayoría de las trabajadoras son mujeres solteras con edades comprendidas entre los 17 y los 25 años, como las que se dedican a fabricar unidades de CD-ROM para ordenadores ASTEC, Apple e IBM y temen que las sustancias químicas con las que trabajan las vuelvan infértiles.
Aunque, irónicamente, esta infertilidad puede resultar positiva, porque los patronos jamás contratan a mujeres embarazadas o despiden y maltratan las que se quedan embarazas una vez contratadas (las empleadas suelen tener contratos de 28 días, el tiempo normal del periodo menstrual, para poderlas despedir fácilmente si ese mes no han tenido la regla). Chicas esclavas que ensamblan unidades electrónicas de alta tecnología pero que no tienen ni idea de usar un ordenador. En definitiva, un mal sueño donde la mayoría cobra un sueldo inferior a 6 pesos diarios; una miseria que sin embargo resulta un dispendio comparado el rango salarial de las ZPE chinas.
La única manera de comprender cómo es que unas compañías multinacionales supuestamente ricas y respetuosas con la ley pueden retroceder a niveles decimonónicos de explotación (y ser sorprendidas repetidas veces haciéndolo) es por medio de los propios mecanismos de la subcontratación: en cada una de las etapas de la contratación, la subcontratación y el trabajo personal, los fabricantes compiten entre sí para bajar los precios, y en cada nivel el contratista y el subcontratista extraen su pequeño beneficio. Al final de esta pugna está el obrero, a veces a tres o cuatro estapas de distancia de la empresa que hace los pedidos, y que recibe una paga que ha sido recortada en cada uno de esos pasos.
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