Voy a contar una anécdota que me pasó ayer por la tarde. Acompañé a una persona a la farmacia porque buscaba algún producto que la relajase antes de ir al dentista: le tiene pavor. Pero el pavor acabó metiéndose en mi persona, en cuestión de segundos: la farmacéutica, todo dientes, amusgó los ojos y nos dijo casi confidencialmente que tenía justo lo que buscábamos; se dio la vuelta y se hizo con un recipiente de flores de bach.
Por un segundo perdí el equilibrio, di un paso atrás y miré en derredor, con tan mala suerte que mis ojos se toparon con un letrero iluminado donde se anunciaban los Laboratorios Boiron (sí, la mayor responsable de vender homeopatía a cascoporro). Os prometo que lo próximo que esperaba fue, no sé, que la farmacéutica nos hiciera un juego de manos o nos masajeara el aura mientras decía con voz gangosa: “Bendiciones desde Raticulín”.
Sé que las flores de bach y la homeopatía son un fraude porque he invertido horas en investigar cómo funcionan ambos tratamientos, sin embargo la mayoría de la gente no tiene tiempo suficiente para investigar absolutamente todo lo que le ponen por delante. Cuando uno traspone la puerta de una farmacia deposita su confianza en el farmacéutico, al igual que la deposita en el arquitecto, el abogado o cualquier otro especialista. Sencillamente porque no podemos saberlo todo respecto a todo.
A medida que los conocimientos de la humanidad se han ido ampliando, ha venido siendo necesario que distintas personas se especializaran en diversas parcelas del mismo. Los poderes públicos son los garantes de escoger a los expertos acreditados a fin de que nos orienten en nuestras dudas: ¿cómo arreglo este motor? ¿Cómo puedo hacer esta declaración de la renta? ¿Qué fármaco es el más indicado cuando estoy nervioso?
Así pues, uno de las lacras que más deberíamos combatir es el intrusismo profesional, los expertos que resultan no estar acreditados o los estafadores. No sólo porque ellos engañarán a la población más ignorante o indefensa (que en el fondo lo somos todos: sólo hay que buscar un área de conocimiento en la que seamos lo suficientemente legos), sino porque el pacto de confianza se irá desmoronando hasta que deje de existir.
Cuando vayamos algún día al médico quizá ya no nos podremos fiar de la receta que nos extiendan. Tampoco podremos fiarnos de lo que diga el catedrático de matemáticas que la semana que viene nos pondrá un examen.
Es inevitable que exista un pequeño coladero por el que ignorantes o farsantes nos den gato por liebre sin que dispongamos de herramientas para descubrirlo, lo preocupante es que ese coladero sea tan grande que ya nos cueste discernir entre un experto y un simple imbécil con birrete. Y que en una farmacia se vendan tantos productos que no sirven para nada o cuya eficacia no ha sido probada mediante ensayos clínicos rigurosos, empieza a agrandar ese coladero hasta límites peligrosos. Límites donde empieza a vislumbrarse un “todo vale” que echa por tierra décadas de conocimiento acumulativo y especializado. ¿La próxima vez que contratemos a alguien para levantar un puente bastará con que sea muy hábil con el TENTE? ¿Hasta dónde llegará la lista de la vergüenza?
Supongo que aún no han saltado suficientes alarmas porque esta erosión epistemológica no está causando muertos (al menos no demasiados). Pero la erosión se produce muda e invisible, como la originada por las termitas, y más pronto que tarde, las vigas maestras podrían ceder. Por eso no vale todo. Por eso la gente no puede vender lo que quiera. Por eso existen las acreditaciones o los expertos. Por eso deberían interponerse sanciones más elevadas contra los que venden baratijas como Power Balance. Por eso los astrólogos televisivos que usan líneas telefónicas de tarificación especial para lucrarse deberían cerrar el chiringuito mediático (ese gasto no es un impuesto para ignorantes sino un impuesto que todos acabaremos pagando algún día). Por eso hay carnets, diplomas y universidades. Por eso, si un médico comete un error, el error es solo suyo y no nuestro por no haber verificado convenientemente los conocimientos del médico: ya hay un organismo encargado de verificarlo.
No es un sistema perfecto, pero es un sistema infinitamente mejor que la anarquía y la desconfianza continua.
En ese sentido, no regular ni penalizar en absoluto la fe irracional, los curanderos, los “crecepelos” de farmacia, las asignaturas que se imparten en las facultades e incluso las opiniones que se vierten en los medios de comunicación (hoy en día dices cualquier sandez y nadie te la discute e incluso es una muestra de intolerancia hacerlo), no regular ni penalizarlo, digo, acarrea un perjuicio colectivo que no por invisible es menos preocupante: el retroceso de la civilización.
O por ponernos menos grandilocuentes (y parafraseando a Adam Smith): retrocederá la diversificación del trabajo, una menor cantidad de trabajo para producir mayor cantidad de cosas; el retroceso del cerebro colectivo, en palabras de Friederich Hayek: “el conocimiento nunca existe en forma concentrada o integrada, sino sólo como los pedazos dispersos de conocimiento incompleto y frecuentemente contradictorio, que los individuos poseen por separado”.
Conocimiento, en una palabra. Conocimiento que se me cayó a los pies justo cuando esa farmacéutica, todo dientes, todo simpatía, me ofreció sus flores de Bach.
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