La fe racional consiste en calificar como altamente probable la información que uno recibe. Por ejemplo, tengo una fe racional en que, al encender mi televisión, ésta no explotará, matándome en el acto.
Lo creo, tengo fe en ello, porque puedo leer cómo funciona exactamente un televisor, porque apenas hay casos sobre explosiones de electrodomésticos, y porque puedo acudir a fuentes abrumadoras de datos reportadas por científicos de talla. Por científicos de talla me refiero a los que recolectan y analizan datos, construyen modelos teóricos, interpretan los resultados y publican artículos para revistas profesionales; artículos revisados por otros expertos que, con frecuencia, incluyen a sus rivales.
Es decir, que no me refiero a muchos periodistas, invitados a tertulias mediáticas y polemizadotes de paneles de expertos que también se dedican a pronunciarse sobre todo tipo de asuntos. Me refiero a fuentes cualificadas. Tengo fe en ellas, sí, pero una fe racional, lógica, reflexiva y, sobre todo, flexible y deseosa de avanzar o retroceder.
La fe irracional, sin embargo, se nutre de fuentes menos confiables (o incluso de escasas fuentes, como libros antiguos o sagrados), y peor aún: de las experiencias concretas de uno mismo o de la gente que le rodea. Es decir: como yo nunca me he muerto al comer matarratas y ninguno de mis amigos lo ha hecho, doy por sentado que el matarratas no es malo para la salud. Y en ese punto me quedo. El resto de mi vida. Como mucho escucharé lo que tiene que decir Belén Esteban al respecto (perdón por el sarcasmo).
¿Entonces hay que combatir las pseudociencias y, sobre todo, la fe irracional? Hay que hacerlo. Pero con una advertencia. Podemos anular determinadas pseudociencias, y hay que frenarlas para evitar determinados efectos perniciosos inmediatos. Y también podemos acabar convenciendo a alguien de que su fe irracional en algún caso particular es errónea. Pero difícilmente conseguiremos erradicar una u otra cosa. Al menos no en poco tiempo. Al menos no de la forma en la que lo hacemos muchos.
Como dije, nuestro cerebro está diseñado para la fe irracional, y por esa razón, las pseudociencias proliferan a sus anchas. En cuanto cortemos la cabeza a una, nacerán otras dos, más complejas o más difíciles de combatir. Las primeras son Papá Noel o los Reyes Magos. Luego vienen los horóscopos o la bola de cristal. Ésas son fáciles. Pero ¿y la homeopatía, la acupuntura o creacionismo? ¿Y el diseño inteligente o los extraterrestres?
Ésas son más difíciles de combatir porque son mucho más complejas, más inteligentes, más intrincadas y, sobre todo, mucho más maduras y apoyadas por determinadas voces reputadas (al menos en lo que se refiere en el ámbito mediático), que las abrillantan con terminología científica reciente. Es decir, requieren de críticos con mayores conocimientos, como Sokal y Bricmont, en su libro Imposturas intelectuales.
Así pues, el problema parece ser de base. Cuanto más culta y científica sea una sociedad, más sutiles y aparentemente científicas serán sus pseudociencias. Y también más difíciles serán de combatir. Pero el premio gordo, el premio que nos convertirá en una sociedad más madura y responsable, consiste en erradicar la tendencia del cerebro al pensamiento mágico, a la fe irracional, a creerlo todo sin pasarlo por un tamiz más selecto que el que la Naturaleza nos ha dispuesto de serie. El premio gordo es romper el hechizo, como diría Daniel Dennett.
Y ello sólo se consigue practicando el escepticismo con disciplina. Nadie nace escéptico (salvo alguna mutación extraña, que quizá la haya). Y sólo una minoría se convierte en escéptico en la edad adulta (vivimos en un mundo donde no se favorece el escepticismo, ni siquiera en el ámbito académico). Así pues, ser escéptico es una actividad contra natura y contra la tendencia social vigente que debe ejercerse durante mucho tiempo para que prospere en nuestra manera de pensar e interpretar el mundo.
De este modo, llamando ignorante, inculto, mago de pacotilla, magufo o gilipollas a alguien que se deje llevar por la fe irracional, no conseguiremos mucho. Es como insultar a alguien por llevar a cabo algo tan natural como respirar. ¿Conocéis a alguien que se haya vuelto escéptico porque hayan ridiculizado sus creencias? ¿Alguno de vosotros se hizo escéptico cuando alguien le llamó iluso?
Yo recuerdo cuando se fundamentó con mayor fuerza mi escepticismo: tras la lectura de El mundo y sus demonios, de Carl Sagan. Un libro superficial, para todos los públicos; pero sobre todo amable, persuasivo, respetuoso. Estoy convencido de que Sagan hizo ver la luz a más de uno gracias a ese tono comprensivo y en modo alguno altanero.
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