Leo en Magonia que la Organización Médica Colegial (OMC) ha denunciado ante el Ministerio de Sanidad un anuncio sobre el cáncer publicado por la revista Discovery DSalud según el cual “millones de personas de personas mueren cada año a causa del cáncer porque ¡la quimioterapia y la radioterapia no funcionan!", entre otras afirmaciones sin fundamento científico.
No es la primera vez que la revista Discovery DSalud, diriida por tal José Antonio Campoy, es objeto de polémicas similares.
La entrevista a Campoy
Campoy ya demostró su talante hace algún tiempo en una entrevista que podría resumirse así: se arremete contra el sistema sanitario, las farmacéuticas, y el método científico en general, haciendo hincapié que en temas de salud lo mejor es investigar por uno mismo, tomar nuestras propias decisiones, desconfiar de las batas blancas y los artículos publicados en revistas de investigación.
Es decir, justo lo contrario de la civilización, que se funda en la especialización y la división de trabajo por dos motivos: el exceso de información y la necesidad de tener tiempo libre para hacer otras cosas. La idea de Campoy, sin embargo, retrocede un puñado de siglos y se cimenta en lo siguiente: que si queréis saber cuánto té se consume en Reino Unido, desconfiad de las estadísticas, viajad y contadlo por vosotros mismos.
Si vuestro hijo está en la sala de operaciones de un hospital, y el cirujano pide inyectar x mililitros de x sustancia, antes se os pida consentimiento. Es más: que seáis vosotros quienes podáis decidir cuántos mililitros exactamente se deben administrar.
Y así con todo.
Y física cuántica, of course
El argumento de Campoy es muy básico: como el sistema no es perfecto y a veces se cuelan investigaciones maledicentes, entonces dejemos de confiar en la autoridad. La alternativa (confiar en lo que sabe uno mismo o en quienes creemos que saben más) es infinitamente más caótica y susceptible de imperfecciones y maledicencias. Pero a Campoy tampoco le importa demasiado que eso sea así porque, a su juicio: “El paradigma médico actual se basa en la existencia de unas llamadas enfermedades que los médicos combaten con fármacos. Y se trata de una falacia. Ni existen las enfermedades ni hay un sólo fármaco que cure una sola enfermedad.” Tal cual. Ningún fármaco cura nada.
Finalmente, la guinda la pone Campoy afirmando que la física newtoniana no es suficiente para la medicina. ¿A que no adivináis cómo debería operar la medicina? Tachan… la física cuántica. No podía ser otra. La cuántica lo arregla todo. Cualquier problema, cualquier laguna del conocimiento. Y como la física cuántica es tan tremendamente compleja, Campoy se asegura de que el público mayoritario sea capaz de impugnar nada, y luego coger su revistar y hacer que arda en una hoguera.
A pesar de que Campoy no confía en las autoridades, y que todo debe someterse a escrutinio propio, dice lo siguiente para desacreditar a los médicos: “Ignora los conocimientos de la Física Cuántica. Ignora lo que es un holograma. Es incapaz de entender que vivimos en un universo holográfico que muta constantemente y que nuestro cerebro actúa precisamente como un decodificador holográfico como hace ya años planteó Karl Pribram, neurofisiólogo de la Universidad de Stanford (EEUU) mundialmente conocido con quien he compartido muchas horas las dos veces que le traje a España a dar sendas ponencias.”
Parece que unas horas de charla son suficientes para entender la física cuántica, y todo lo demás. Yo llevo años y aún no me entero ni de la mitad. Campoy debe de ser un genio. Y por eso debe publicar una revista con la Verdad. Sin embargo, ¿cómo podemos fiarnos de Campoy? Cómo comprobar si todo lo que vierte en sus páginas es la Verdad o una mierda pseudocientífica que debería ser constitutiva de delito (DSalud, por ejemplo, es negacionista en el tema del sida). Si aún no sé casi nada de cuántica y llevo años con ello, ¿de dónde saco el tiempo para demostrar si Campoy es un genio o un mercachifle? ¿De quién me fío?
No te fíes de nadie, solo del método
Afortunadamente, aunque Campoy no se haya dado cuenta (o no haya tenido el tiempo suficiente como para profundizar en epistemología, pero no os preocupéis que lo tendrá), hace siglos que el conocimiento se diversifica y se generan filtros, protocolos y jerarquías para que, a nivel pragmático, dicho conocimiento resulte lo más parecido a lo correcto (y para que, en cuanto se detecta una falla, se corrija).
Con todos los errores que eso produce, son menos que los que nos esperan con la alternativa: que cada uno se las componga como pueda. Las mejores críticas al sistema pasan por aportar soluciones a fin de mejorarlo (como se ha dedicado, por ejemplo, Ben Goldacre en Mala Farma) y no a destruir el sistema y no plantear otro alternativo que no se parezca al que se usa en los pueblos donde aún visten con taparrabos.
Entiendo, con todo, que una visión superficial del funcionamiento del método científico o del proceso de revisión por pares de un artículo científico que se publica en una revista de alto impacto pudiera contradecir una falacia comúnmente denunciada precisamente por los científicos: la falacia de autoridad. Es decir, que no debemos creer a pies juntillas lo que dice una persona porque lo diga esa persona.
La falacia de autoridad parece que nos sugiere que no nos fiemos de los demás si antes no hemos comprobado si lo dicho es verdad. Pero si la civilización se funda en la figura de los expertos, ¿acaso no es una falacia de autoridad confiar en un experto? Frente a esta tensión se pueden tomar varias posturas.
La primera: el ejercicio de investigación no debe estar tan enfocado hacia lo que vierte el experto como hacia el sistema que permite al experto alcanzar su conocimiento y luego publicarlo como verdadero. Si disponemos del suficiente tiempo, podemos, no obstante, centrarnos en lo que afirma el experto, informándonos por nuestra cuenta a través de fuentes diversas. Si ni siquiera tenemos tiempo de investigar el sistema por el cual se obtiene conocimiento objetivo y verdadero en términos de uso cotidiano (es decir, la mayoría de la población mundial, porque a casi nadie le interesa cómo funciona el método científico o cómo se consigue que un nuevo fármaco sea considerado algo más que un placebo), entonces debemos dejarnos llevar casi por la fe: fiarnos de las fuentes que se dice que son confiables (aunque no lo sepamos).
Puede que así tropecemos a menudo en la conspiranoia porque ni siquiera sabemos detectar las fuentes confiables, pero es lo que hay: después de todo, hay tantos expertos involucrados en qué fármacos se aprueban o no (por ejemplo), que aunque nos pasemos el día hurgándonos la nariz la más de las veces no tomaremos un fármaco que nos mate.
Por otro lado, la tensión entre falacia de autoridad y la necesidad de fiarnos de los expertos se puede resolver dividiendo ambos en “charlas teóricas” y “decisiones pragmáticas”. Discutir los fundamentos de la verdad es un buen ejercicio teórico y filosófico, idóneo para una charla de bar o un ensayo académico. Ello nos permite aumentar nuestro conocimiento, nuestra abstracción, nuestras dudas. Es divertido y aleccionador. Pero en las decisiones pragmáticas, es decir, si debo tomar determinado fármaco o si debo coger un vuelo comercial o confiar en que llegaré gracias a un vuelo astral, entonces lo mejor es asumir nuestra profunda ignorancia y depositar nuestra confianza en el médico o los ingenieros que hay detrás del diseño y construcción de un avión.
Así, ambas posturas, en apariencia excluyentes, logran sacar lo mejor de cada situación: nos mantiene escépticos y creyentes a la vez. Lo difícil es determinar en qué casos hay que ser escépticos y qué casos, no. Campoy lo tiene claro. Yo también. Vosotros podéis escoger el camino que más os convenga, aunque, siendo honestos, creo que no deberíais fiaros de Campoy. Y ya puestos, tampoco de mí: solo soy un juntaletras y un diletante.