Cuando viajo, no trago los souvenirs. Y si tengo que llevarme algo conmigo, prefiero mil veces que sea algo fungible, para no ir acumulando basura en casa. Sin embargo, a veces me llevo cosas de los lugares que visito que permanecen en el anaquel de alguna estantería de casa. Como una pequeña piedra que recogí de las entrañas del monte austríaco Eisriesenwelt, un sistema de cuevas se extiende a lo largo de unos 40 kilómetros. La gruta de hielo más grande del mundo. Eisriesenwelt significa Mundo Gigante de Hielo. Y con razón.
La visita guiada se limita a un recorrido de 1 kilómetro, en el que ascenderemos otros 700 metros por el interior del glaciar y subiremos y bajaremos 1700 escalones. El trayecto dura 70 minutos. El circuito no está iluminado artificialmente para no aumentar la temperatura del interior: solo algunos de nosotros podemos llevar una lámpara de carburo; y el guía, además, transporta barritas de magnesio que prende a fin de iluminar las áreas que merecen especial explicación. Hay tramos claustrofóbicos. Pero hay otros que son abrumadoramente gigantescos. Tan grandes que ni siquiera se atisban las paredes. Como si ascendieras por un campo de fútbol. Túneles de hielo, gélidas estalactitas gigantes, una ominosa estalagmita de hielo con forma de oso, una explanada por la que el guía patinaba a sus anchas… Eisriesenwelt es un lugar, por cierto, descubierto por el fundador de la espeleología en Salzburgo, Alexander von Mörk. Fallecido durante la I Guerra Mundial, sus cenizas descansan en una urna en la cueva. Y cerca de allí, capturé una piedra, tras caminar por el hielo hasta una esquina sombría. Mi souvenir, que aún guardo.
Pero dejemos a un lado mis anécdotas personales. Un erudito alemán del siglo XVIII, miembro del claustro de la Universidad de Würzburg, también tenía una relación muy especial con unas piedras que iba encontrando en otro monte cercano, el Monte Eibelstadt.
Johann Beringer, que así se llamaba este erudito, al parecer era un tipo insufriblemente pomposo. Así que sus colegas quisieron gastarle una broma que fue demasiado lejos. En 1725, algunos jóvenes le ofrecieron a Beringer una colección de hallazgos procedentes de un lugar próximo a la ciudad en el Monte Eibelstadt: piedras grabadas con imágenes de una amplia variedad de animales y plantas modernos.
Las piedras emocionaron tanto a Beringer que incluso escribió un libro donde las describía. Los grabados no se limitaban a plantas y animales, como él mismo explicó:
Aquí había claras descripciones del Sol y la Luna, des estrellas y de cometas con sus colas encendidas. Y finalmente, como el prodigio supremo que ordena la reverenda admiración de mí mismo y de mis colegas examinadores, había magníficas tablillas grabadas en caracteres latinos, árabes y hebreos con el inefable nombre de Jehová.
El hallazgo más importante de Beringer fue, con todo, una piedra que llevaba grabado su propio nombre. Ni con ésas se dio cuenta de que le estaban tomando el pelo: es lo que ocurre con los investigadores con demasiada autoestima.
Demasiado tarde tuvieron que comunicarle la broma, cuando el libro ya había sido divulgado, así que, tal y como cuenta William Gazer en Eurekas y Euforias:
Se decía que Beringer dedicó gran parte del resto de su vida a recoger copias de su libro (un destino compartido más de doscientos años después por un profesor polaco que había publicado un libro sobre genética justo antes de que esta ciencia fuera proscrita por el régimen comunista, esclavo de las absurdas doctrinas del charlatán ruso Lysenko.
Ver 14 comentarios