Uno de los ejemplos paradigmáticos de la llamada disonancia cognitiva fue documentado en la década de 1950 por el psicólogo Leon Festinger, que se infiltró en un grupo de personas que creía a pie juntillas las profecías catastróficas de una ama de casa llamada Marian Keech.
La ama de casa aseguraba estar en contacto con un personaje mesiánico del espacio exterior que le transmitía información muy valiosa sobre extraterrestres y la futura destrucción de la Tierra por parte de una terrible inundación, al estilo Noe.
Lo que pasa cuando tu creencia no se cumple
La disonancia cognitiva favorece que mantengamos sin ningún rubor dos creencias contrapuestas o, incluso, una creencia y su refutación. Por ejemplo, si alguien cree en un dios, un espíritu o cualquier otro asunto sobrenatural, jamás se podrá demostrar que está equivocado porque el disonante cognitivo siempre podrá aducir una excusa: ahora no está aquí, él no quiere mostrarse, solo puedes verlo mediante la fe, etc.
Que es justamente el tipo de justificación que floreció entre los creyentes más incondicionales de Keech cuando, llegada la fecha del fin del mundo, éste no se produjo.
Festinger señaló que hay dos formas de anular o mitigar la sensación incómoda que produce la disonancia cognitiva o la defensa acérrima de una creencia que no ha podido ser demostrada como cierta.
La primera y más directa es modificar la opinión y las acciones. La segunda, la más cómoda, pero también la más tortuosa, consiste en convencerse a uno mismo y convencer a los demás de que la creencia falsa o no demostrada no es tal en realidad, o de que la conducta perjudicial no es tan perjudicial (esta idea, por ejemplo, es frecuentemente usada por los fumadores).
Por esa razón, cuanto más extraña o estrambótica es una creencia, o mayor número de personas dejan poco a poco de creer en ella, quienes aún la abrazan se mostrarán todavía más inflexibles y dogmáticos, y considerarán su dogmatismo como una prueba de virtud. Como abunda en ello Kathryn Schulz en su libro En defensa del error:
Si crees en platillos volantes o en el libre mercado o en cualquier otra cosa, eres proclive (si eres humano) a valerte de la certeza para evitar enfrentarte al hecho de que pudieras estar equivocado. Por eso, cuando notamos que perdemos terreno en una pelea, con frecuencia nos ponemos más inflexibles acerca de nuestras aseveraciones y no menos, no porque estemos tan seguros de tener razón, sino porque tememos no tenerla.
Este efecto incluso puede acentuarse si usamos la burla o la ridiculización de la postura del otro: si bien el escarnio público favorecerá que la creencia sostenida resulte más ridícula a ojos de muchos, sus defensores se enrocarán con mayor denuedo en defenderla. Al fin y al cabo ya no defienden la creencia en sí, sino su grado inteligencia.
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