Hoy han amanecido los medios de comunicación con una serie de manifestaciones que, a estas alturas de la película, sorprende que aún reciban cobertura mediática.
Por un lado, Frigide Barjot, portavoz de antibodas gay en Francia, promueve escraches para presionar a los políticos franceses que son favorables a la ley de matrimonios gay. Y en España, el presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), Antonio María Rouco Varela, exige al gobierno del PP que suprima el matrimonio entre personas del mismo sexo con objeto de recuperar la “definición legal de matrimonio” y que los niños puedan tener “padre y madre”.
La Iglesia, es sabido, condena la práctica sexual (no los homosexuales), es decir, que dos personas del mismo sexo tengan relaciones, por ejemplo, practicando penetración anal. Consideran esta práctica una perversión, y también una forma segura para que la humanidad sea conducida a la extinción, pues las relaciones sexuales deben estar abiertas a la vida.
Lo que consideramos “natural” o “perversión” es algo que no ha dejado de cambiar a lo largo del tiempo. Además, emplear “natural” o “antinatural” para cuestionar una práctica es un comodín que funciona tanto del derecho como del revés. Por ejemplo, si practicamos sexo anal, podemos decir que tal práctica es antinatural porque el ano no ha sido diseñado evolutivamente para ser penetrado sino para excretar. Cuando se señala que entre muchos animales existe tal práctica, entonces al argumento se la da la vuelta: no somos animales, ya no vivimos en las cavernas, hay que evolucionar, somos civilizados.
Entonces, ofrecido el argumento de la “civilización”, podemos argüir con una lógica aplastante que el ser humano emplea partes de su cuerpo de formas exadaptativas (la nariz, por ejemplo, no fue diseñada evolutivamente para sujetar unas gafas, pero Rouco Varela lleva gafas).
Llegados a este punto, el que condena el sexo homosexual puede ampararse en el hecho de que no es lo mismo sujetar unas gafas con el puente de la nariz que ser penetrado analmente, pues esto último resulta perverso y sucio.
Pero Rouco Valera, además de llevar gafas, probablemente también ha dado besos. Y los besos, en puridad, resultan tan perversos y sucios como el sexo anal. Y no hace falta irnos hasta la Edad Media para evaluar estas ideas, a decir verdad: a principios del siglo XX, Sigmund Freud publicó Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad, donde explica con todo lujo de detalles que muchos preliminares a la cópula con los que también se obtiene placer implican a partes del cuerpo diferentes de los órganos reproductores, y por tanto podrían catalogarse como “perversiones”. Incluía aquí el beso:
un contacto particular de este tipo, entre la membrana mucosa de los labios de las dos personas implicadas, se tiene en gran consideración sexual por muchas naciones (entre ellas las más civilizadas), a pesar del hecho de las partes del cuerpo implicadas no forman parte del aparato sexual, sino que constituyen la entrada del tubo digestivo.
Sobre el hecho de que algunos sientan repugnancia al pensar el sexo anal debido a que dicho orificio entra en contacto con excremento:
no están más acertados que las muchachas histéricas que dicen que les desagradan los genitales masculinos porque sirven para vaciar la orina. (…) A lo que parece, no hay ninguna persona sana que deje de hacer algún añadido que podría considerarse perverso al objetivo sexual normal; y la universalidad de este hallazgo, por sí misma, es suficiente para demostrar lo inadecuado que es utilizar la palabra perversión como término de reproche.
De acuerdo, Rouco Varela, si leyera este blog, podría aducir que él nunca ha besado en la boca de una mujer, que como máximo ha besado en la mejilla de otras personas. Pero ese beso continúa siendo una perversión, además de constituir un acto repugnante. En algunos países del mundo, de hecho, podemos encontrarnos con multas e incluso privación de libertad si nos pillan besándonos o cogiéndonos de la mano.
La repugnancia no estriba en un acto en sí sino en las connotaciones que se den en el determinado momento que se practique: por eso no nos da asco besar a la persona amada, pero quizá sí que nos dé asco usar su cepillo de dientes, cuando en el fondo estamos haciendo lo mismo: compartir mucosas. Pero imaginemos que Rouco Varela se escudara insistentemente en el beso en la mejilla.
En nuestra cara tenemos millones de ácaros foliculares (‘demodex folliculorum’), unas criaturas que miden dos centésimas de centímetro y tienen garras y una boca con la que pueden atravesar las células de la piel (afortunadamente, esta clase de ácaros no tienen ano). Pero claro, como en el ano humano sí que puede verse la caca pero la caca de la boca o de la cara no puede verse, entonces vertemos el aserto anticientífico y puramente intuitivo anteriormente expuesto: que el sexo anal es sucio.
Dicho lo cual, Rouco Varela podría tener razón en sus ideas (yo no lo creo, no encuentro ninguna razón lógica ni científica que las apoye), pero en el caso de que tuviera razón, entonces no entiendo por qué se detiene solo en el sexo anal. Que condene también la práctica del beso (sobre todo si produce placer y no está orientado a la reprudcción). Incluso que condene que el pene se introduza en la vagina de la mujer, porque del pene sale orina... qué sucio y primitivo todo. Que condene los besos en las mejillas (y que deje de darlos). Que condene las caricias, qué demonios.
La Iglesia, más que nadie, debería abogar por la fertilización in vitro para ser coherente con sus propios líos conceptuales. Y las personas, todas protegidas protegidas del contacto ajeno. Aislados profilácticamente en bolsas para no resultar repugnantes ni perversos… aunque nada de bolsas en el pene, claro. Aislados, profilácticos y ridículamente enredados en dogmas, anticiencia y herencia medieval, como aquel tipo que se metió en una bolsa para volar porque su religión no se lo permitía.
Ver 71 comentarios