A menudo se nos dice que masticar mucho la comida es mejor que hacerlo poco. Sin embargo, durante la Primera Guerra Mundial, un tal Horace Fletcher, convenció a mucha gente de que masticar obsesivamente, hasta que la comida se licuara en la propia boca, permitiría absorber el doble de la cantidad de vitaminas y otros nutrientes.
Comer de esta guisa no solo constituía un ahorro, sobre todo en una época de vacas flacas, sino que también resultaba más saludable, siempre a juicio de Fletcher. Además, los trozos de comida mal masticados, sostenía, provocaban que el intestino se sobrecargara y las células se contaminaran con subproductos de “descomposición bacteriana pútrida”. En otras palabras: siguiendo el régimen de masticación de Fletcher, uno excretaría menos heces. Según él, sólo produciríamos una décima parte de los residuos corporales. Además, estas heces serían muy limpias, redondeadas, apenas sin olor.
Fletcher aseguraba que así podríamos vivir más saludablemente comiendo cuatro muffins de maíz fletcherizados y un vaso de leche. Nada más. Este fue uno de sus casos en particular, y Fletcher aseguraba que el interfecto excretaba bolitas con olor a galleta recién hecha. Tal y como abunda Mary Roach en su libro Glup:
Si se masticaba una vez por segundo, la fletcherización de un solo trozo de cebolleta exigiría más de diez minutos. La conversación durante la cena suponía todo un reto. (…) Quienes no practicaban el fletcherismo tenían problemas, pues se veían obligados a soportar lo que la historiadora Margaret Barnett llamaba “el tenso y desagradable silencio que acompaña a las torturas de la masticación”.
¿Quién fue Fletcher?
Cuesta imaginar que Horace Fletcher consiguiera convencer a tanta gente de sus teorías delirantes (aunque no tanto si tenemos en cuenta las contemporáneas power balance, dosis homeopáticas o la enzima prodigiosa). Al parecer, aunque Fletcher no tenía estudios en medicina o fisiología, afianzó diversas relaciones sociales con médicos y fisiólogos de verdad.
Mientras vivía en un hotel de Venecia, en 1900, Fletcher trabó amistad con el doctor del hotel, Ernest van Somerem. Aunque originalmente estaba más interesado en la hijastra de Fletcher que en sus teorías, finalmente se metió en el bote a Van (o acabó ganándoselo por desgaste, pues las cartas de Fletcher, aunque alegremente escritas, eran larguísimas arengas). Van Someren decoró las teoríaas de Fletcher con jerga médica inventada como “reflejo secundario de la deglución”.
El propio Van Someren presentaría un artículo en una reunión de la Asociación Médica Británica en 1901, y también en el Congreso de Fisiología Internacional, llamando la atención (aunque con una ceja arqueada con escepticismo) de científicos de la Royal Society de Londres o la Universidad de Cambridge.
Ruseell Chittenden, de Yale, llevó a cabo un experimento en 1904 con trece chicos para demostrar la eficacia de la técnica de Fletcher, afirmando que había obtenido pruebas sobre ello. Sus resultados fueron criticados por otros científicos, pero los suministradores de alimentos en una época de escasez encontrar en tales teorías la solución a sus problemas.
En 1917, Chittenden se convirtió en consejero científico de Herbert Hoover, jefe del Departamento de Alimentación de Estados Unidos. A través de Chittenden, Fletcher logró convertirse en experto alimenticio honorario para asistir a la comisión de Hoover.
Juntos, él y Chittenden, hicieron todo lo que estuvo en su mano para convencer a Hoover de que incluyera el fletcherismo en la política económica de Estados Unidos, con los que se justificaría una reducción de dos tercios de la cantidad de raciones civiles que se mandaban al otro lado del Atlántico. Hoover prudentemente se resistió.
Si ahora viviera Fletcher, seguro que convencería a muchas celebrities para apuntarse a su carro de la masticación infinita. Si habéis visto la película de El balneario de Battle Creek, os sonará que John Harvey Kellogg también fue seguidor de la moda dietética de Fletcher, al menos durante un tiempo. Para que los comensales no se aburrieran mientras comían, animaba las horas de masticado e ingestión con un cuarteto de músicos que cantaban La canción del masticar, una composición original de Kellogg. A continuación, una de las estrofas:
Elijo masticar / porque quiero hacerlo / lo que la Naturaleza tenía en mente / Antes de que los malvados cocineros inventaran el guiso sabroso / Cuando la única forma de comer era masticar, masticar, masticar y masticar.
Foto | Paul Fornier
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