La ignorancia es la antítesis de la libertad, luego nadie está capacitado para elegir ser ignorante. Y, sin embargo, hay cosas que desearíamos ignorar. Y también hay cosas acerca de las cuales solo hay lagunas de ignorancia que rellenamos con mitos y supersticiones.
Una habilidad para la cual están mejor adiestradas las personas más inteligentes, como dice Michael Shermer: «la gente lista cree en cosas raras porque está entrenada en defender creencias a las que ha llegado por razones poco inteligentes».
Hace probablemente entre 100.000 y 75.000 años, empezamos a buscar respuestas a quienes eran y a dónde iban los muertos, pero no disponíamos de tiempo necesario para investigar la naturaleza de forma sistemática. Sobre esos basamentos de ignorancia se empezaron a edificar todos los mitos, tal y como explica Edward O. Wilson en su libro La conquista social de la Tierra:
Los humanos primitivos necesitaban un relato de todo lo importante que les ocurría, porque la mente consciente no puede funcionar sin relatos y explicaciones de su propio significado. La mejor manera, la única en que nuestros ancestros podían conseguir explicar su propia existencia era a través de un mito creacionista. Y todo mito creacionista, sin excepción, afirmaba la superioridad de la tribu que lo inventó sobre todas las demás tribus. Habiendo asumido esto, cada creyente religioso se veía a sí mismo como una persona elegida. Las religiones organizadas y sus dioses, aunque concebidas en la ignorancia de la mayor parte del mundo real, por suerte fueron grabadas en piedra en la historia temprana.
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Pero a veces, ay, a veces queremos ignorar, queremos creer en cosas irracionales, queremos no saber, queremos desaprender. Queremos dejar de conocer determinados detalles del conjunto de conocimientos ya consolidados. Como el spoiler que desvela el final de una película o el resultado de un partido de fútbol que aún no has visto; como el receptor del placebo en un estudio farmacológico de doble ciego; como la cara del secuestrador; como la verdadera opinión que tiene la gente sobre ti; como el «te lo podría contar, pero entonces tendría que matarte»; como el día en el que vas a morir.
Un desarme unilateral del conocimiento para evitar una escalada de conocimiento que colapse la razón. Te duermes pero permaneces despierto, oximorónicamente. Como las imágenes yuxtapuestas de Escher. Como la ingenuidad desvergonzada de un niño. Brindando con tu copa de cloroformo zen, en la que flota tu cerebro en forma de oliva. Chin-chin.
Algunos genios han apostado por una ignorancia selectiva, o por la gestión de la información que recibían, como es el caso de Albert Einstein: “Leer, después de una cierta edad, distrae demasiado a la mente de su actividad creativa. Cualquiera que lea demasiado y utilice poco su propio cerebro cae en hábitos de pereza mental”. Herbert Simon, galardonado con el equivalente del Nobel de la Informática, el Premio A. M. Turing, también señaló:
Lo que la información consume es bastante evidente: consume la atención de sus receptores. Así pues, la profusión de información produce una merma de atención, a la vez que crea la necesidad de dividir esa atención de manera eficiente entre una superabundancia de fuentes de información capaces de consumirla.
Ralph Waldo Emerson fue más sucinto: “Hay muchas cosas que un hombre sabio deseará desconocer.” Pero ¿hasta qué punto podemos dejar de ser indagadores una vez hemos empezado a serlo. Lo veremos en la siguiente entrega de este artículo.
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