A menudo, cuando debato con alguien acerca de ideas que considero radicalmente falsas o indemostradas (como el horóscopo o la homeopatía) me olvido de advertir al interlocutor de que todo son opiniones, las mías y las suyas, aunque con matices.
Yo tengo muchas opiniones. Soy humano, mi cerebro es humano. Albergo sentimientos, pálpitos, sesgos, idioteces. Tengo opiniones casi para todo porque soy humano y me gusta comunicarme con los demás, y nos comunicamos así, a través de opiniones. Con las opiniones trabamos alianzas, hacemos amigos, enemigos, y jugamos al juego social. Tengo opiniones incluso argumentadas. Podría argumentar por qué me gusta True Detective, Breaking Bad o Fargo, por ejemplo. También podría argumentar por qué no me gusta el fútbol.
Tengo también opiniones argumentadas más racionalmente que otras. Evitando en lo posible los prejuicios, los sesgos cognitivos, las querencias y manías más evidentes.
Todos tenemos opiniones. Muchísimas. También tenemos experiencias, cada uno las suyas. Pues a mí eso, pues a mí aquello. Yo pienso que todos los hombres son unos capullos porque todos los hombres de mi vida lo han sido. Cosas así. Todos tenemos opiniones. Unas más racionales que otras. Otras mejor expresadas que otras. Incluso un tronista de Hombres mujeres y viceversa tiene opiniones sobre un montón de cosas, aunque muchas de ellas me obligan a imginar cómo me practico un seppuku.
¿Todo son opiniones?
Todos son opiniones, parece. No disponemos de herramientas para saber de forma inequívoca qué opiniones son de mejor calidad que otras, salvo otras opiniones, que a su vez no pueden juzgarse en sí mismas como cualitativamente superiores. ¿O sí?
Para eso empezó a desarrollarse la ciencia hacia el 1600. Un día, un puñado de personas se dio cuenta de que las opiniones estaban genial, que los filósofos de la antigua Grecia decían cosas muy profundas y muy bien escritas. Pero nadie podía decidir quién tenían la razón de forma universal. Por eso optaron por hacer un reset: ya no se centrarían en las opiniones para formar nuevos conocimientos. No importaba si la opinión estaba escrita con mucha lírica, o si era muy racional, o incluso si estaba pronunciada por un hombre venerado a nivel intelectual, tipo Sócrates o Maradona.
No se sabe nada hasta que no se explica cómo se sabe que se sabe. Y se explica con lo anteriormente enumerado: nada de opiniones, solo experimentos.
La ciencia se basa en el menor uso de opinión posible. En ciencia solo importan los experimentos controlados que puedan ser repetidos con los mismos resultados. Los datos empíricos, las evidencias y, sobre todo, una teoría que explique la concatenación de hechos que te conducen a la conclusión. No basta con decir “oye, yo se esto”. No se sabe nada hasta que no se explica cómo se sabe que se sabe. Y se explica con lo anteriormente enumerado: nada de opiniones, solo experimentos.
Cuando un experimento nos sugiere algo, lo damos por cierto temporalmente. Y solo se refuta con otro experimento que demuestre que hay una explicación más completa o que dicho experimento contiene algún fallo.
Así es como funciona, a grandes rasgos, la ciencia. Por eso en ciencia no importa lo que piensen los científicos. La ciencia se basa en desmontar las creencias, las opiniones, las ideas. También la de los científicos. Pero la ciencia solo procede de esa forma en aquellas materias que pueden someterse al rigor del método científico. Por ejemplo, la ciencia no puede demostrar si True Detective es una buena serie de televisión, por mucho que me guste. Eso no significa que algún día no pueda hacerlo: muchos ámbitos que se creían vedados para la ciencia, gracias a los avances en los campos de la neurociencia o la genética, empiezan a ser hollados por ella.
No sé si algún día la ciencia demostrará si todas mis opiniones son correctas o incorrectas. Lo que sí sé diferenciar son opiniones de ciencia. Y sé que, a la hora de fiarme de un conocimiento cualquiera, me tengo que fiar más de la ciencia (más impersonal, más objetiva) que de las opiniones de la gente (más subjetivas, más parciales, más sesgadas).
Dicho lo cual, el horóscopo no ha podido demostrar sus supuestos. Tampoco que la homeopatía funcione más allá del placebo. Si tales supuestos se demostraran con un experimento, explicándose la concatenación de hechos que los producen, constituirían una revolución científica sin precedentes en muchas décadas. El Nobel se concedería a su descubridor, indudablemente. No hay ciencia “oficial” y ciencia “heterodoxa”. Hay ciencia que se rige por el método científico y opiniones (ya sean de científicos o de no científicos).
Me gusta True Detective, el fútbol me parece una estupidez. Son cosas que opino. Pero sé (no opino) que la homeopatía es mentira (hasta que se demuestre lo contrario, lo que, de paso, equivaldría a asumir que gran parte de la física que conocemos también estaba equivocada). Lo primero me permite disfrutar y ser feliz, lo segundo no, pero me ahorra invertir dinero y tiempo en la farmacia para que me endilguen algo que alimenta lucrativo negocio, exclusivamente. A quienes le hagan feliz las dos cosas, nada que objetar. Al fin y al cabo es su opinión.
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