Cuando alguien me comunica que cree que el sol puede alimentarnos a través de la piel o que la ciencia sólo es una interpretación del mundo o que si Newton conquistó intelectualmente la realidad no fue por su contenido de verdad ni por sus valores intrínsecos sino por efecto secundario de la hegemonía política adquirida por los británicos en aquel tiempo, cuando me dicen esas cosas, insisto, no suelo pronunciarme. Incluso puede que siga la corriente o me sonría.
A no ser que me pidan directamente una opinión seria sobre estos temas, no suelo exponer lo que pienso: hacerlo supone crearse no pocos enemigos, porque la gente no sólo siente atacadas sus creencias sino su persona (todavía asocian que una persona tiene creencias y esas creencias forman la persona, y no que las creencias deben pasar, evolucionar y cambiar, a medida que la persona aprende).
Sin embargo, como he reflejado en la anterior entrega de este artículo, las ideas endebles cotidianas pueden favorecer también ideas políticas endebles, por ejemplo, incluso ideas morales endebles. Si esto no nos parece demasiado evidente es por pura chiripa sociocultural, tal y como apunta Alan Sokal:
No es probable que el espiritualismo New Age o el posmodernismo académico adquieran un peso político significativo en un futuro inmediato en Occidente. El fundamentalismo cristiano sigue siendo un poder político poderoso en Estados Unidos, a pesar de sus altibajos, pero está refrenado por una tradición legal compensatoria de separación de la Iglesia y el Estado, al menos hasta el momento. En extensas regiones del mundo en vías de desarrollo, en cambio, los profundos desequilibrios sociales y económicos coexisten con una religiosidad popular muy fuerte y con unas débiles (o inexistentes) tradiciones liberales y seculares.
Es decir, que si el pensamiento crédulo de la gente que nos rodea no es un problema acuciante hoy en día, una especie de bomba de relojería, es por motivos circunstanciales. Pero esto no siempre será así. Al menos no en todos los sitios del mundo.
En ese sentido, la corriente de pensamiento posmoderna, que impregna ya muchos ámbitos académicos, y que considera que la objetividad es una falacia y que defiende los “conocimientos locales”, podría ocasionar consecuencias altamente perjudiciales. Si una teoría está bien respaldada por razonamientos convincentes o por datos empíricos, no hay problema. Pero si una doctrina se basa en un razonamiento precario (como sucede con el posmodernismo y las pseudociencias), entonces no deberíamos darle curso legal si pretendemos evitar el debilitamiento del análisis riguroso en todos los ámbitos.
Al fin y al cabo, hacer ciencia de verdad es difícil. ¿Para qué va nadie a molestarse en invertir su tiempo estudiando física, biología y estadística, si al final todo acaba siendo una cuestión de opinión? Un paradigma contra otro; el tuyo, contra el mío. (O en la jerga de moda, “un juego de verdad entre muchos otros”). Es más rápido y también más estimulante construir un sistema revolucionario basado en la manipulación verbal de frases seleccionadas, procedentes de vulgarizaciones o popularizaciones de la relatividad o de la física cuántica. ¿Por qué deberíamos estudiar a David Bohm (1951, 1952), cuando es muchísimo más emocionante, y mil veces más fácil, leer a David Bohm (1980)? ¿Para qué molestarse en aprender qué son los operadores no conmutativos, si se puede saber todo lo que se quiera sobre mecánica cuántica en la obra de Fritjof Capra?
Robin Dunbar también alerta sobre determinadas personas que están muy bien educadas, se expresan con claridad y coherencia, están más comprometidas con sus opiniones personales que el ciudadano medio y poseen estudios universitarios (aunque licenciaturas de alguna rama de las humanidades). La mayoría de estas personas aparecen en televisión, radio y prensa, también son los que suelen participar en todos los debates públicos, ya sean de política o del uso de transgénicos.
Más importante aún: con frecuencia ocupan posiciones influyentes en las instituciones sociales, educativas o políticas donde son capaces de ejercer un grado de poder político desproporcionado en relación a su número. Por ejemplo, la mayor parte de los 650 parlamentarios que componen la Cámara de los Comunes Británica, tienen licenciaturas universitarias; sin embargo, el número de licenciados en ciencias apenas llega a unas docenas. Una cosa parecida ocurre en el caso de los empleados públicos que desarrollan su actividad en la maquinaria del gobierno. Y lo mismo cabría decir de los periodistas (aunque el desequilibrio en esta área está empezando a cambiar).
Siguiente y último capítulo en: ¿Qué importa que la gente crea cosas raras? (y III)
Vía | Más allá de las imposturas intelectuales de Alan Sokal / El miedo a la ciencia de Robin Dunbar
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