Parte de la transición desde la infancia hasta la madurez consiste en aprender a renunciar a creencias agradables pero falsas (por ejemplo, en Papá Noel). Porque, como decía Francis Bacon, “El hombre prefiere creer en lo que quiere que sea verdadero.” A todos nos asustaría/incomodaría/produciría risa un hombre de 45 años que todavía creyera en Papá Noel.
Ésa es la razón de que nos deba importar que la gente crea cosas raras: advertir la equivalencia que existe entre Papá Noel, el horóscopo y las armas de destrucción masiva en Iraq. Aunque ello suponga ir en contra de los mecanismos psicológicos subyacentes que nos impulsan hacia las pseudociencias, así como adquirir la madurez necesaria para afrontar la lógica y la ciencia empírica.
Ser niños es más confortable, pero ser adultos nos permite controlar mejor las situaciones que nos atañen. O como lo dijo mejor que yo el escritor Arturo Pérez Reverte: En el mar puedes hacerlo todo bien, según las reglas, y aun así el mar te matará. Pero si eres buen marinero, al menos sabrás dónde te encuentras en el momento de morir.
La ciencia es una innovación cultural muy reciente (en relación con el tiempo que lleva existiendo la especie humana) que ha permitido que los humanos superen ciertas inclinaciones innatas hacia la creación de ilusiones y encaucen sus aptitudes intelectuales hacia fines que se encuentran a años luz (literalmente) de la vida en la sabana africana durante el Pleistoceno.
Para realizar juicios equitativos, tal y como señala Robin Dunbar, hay que evitar convertirse en un mero creyente. Los problemas más complejos acostumbran a surgir cuando la gente ha creído de forma tan apasionada en una proposición particular (dogmática, indiscutiblemente), que también ha deseado llevar hasta la muerte a aquellos con quienes estaban en desacuerdo. Pensar por nuestra cuenta es difícil, someterse a las doctrinas de otros, no.
Robin Dunbar menciona a este respecto el movimiento romántico que se desarrolló en Alemania, hacia finales del siglo XVIII, como una reacción al racionalismo que había dominado el pensamiento público y académico durante la Ilustración del siglo precedente. Su líder intelectual era el filósofo idealista alemán Friedich von Schelling.
La idea impulsora del movimiento era volver a colocar las emociones y la experiencia sensible inmediata a la vanguardia de la existencia humana. Su principal rasgo era su consciente posición anticientífica, haciendo hincapié en lo poético y lo espiritual sobre lo empírico y lo racional. La naturaleza era vista como una entidad orgánica y no como el sistema mecánico que describía la ciencia contemporánea. Hacían resaltar lo misterioso a expensas de lo conocible y ensalzaban (a decir verdad, idealizaban) el pensamiento medieval, que los filósofos de la Ilustración habían visto con el horror que reservaban sólo para los seres primitivos e ignorantes.
Una vuelta, pues, a la infancia de la humanidad, al acogedor seno de las pulsiones más primitivas.
Alan Sokal remata su reflexión con las que considero las mejores palabras que haya leído por su parte. Unas palabras que deberían enmarcarse en un cuadro mural en casa de todo el mundo:
Para mantener una perspectiva científica se requiere una lucha intelectual y emocional constante contra las ilusiones; el pensamiento teleológico y antropomórfico; las apreciaciones erróneas de la probabilidad, la correlación y la causalidad; la concepción de modelos inexistentes, y la tendencia a buscar la confirmación más que la refutación de nuestras teorías favoritas.
Si os apetece, podéis leer más sobre estos temas en los artículos La inmoralidad de profesar una fe (I) y (y II)
Vía | Más allá de las imposturas intelectuales de Alan Sokal / El miedo a la ciencia de Robin Dunbar
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