Muchos son los científicos que, ante sus descubrimientos, se sienten solo como un pequeño engranaje más de una larga cadena de otros descubrimientos. A su vez, dichos descubrimientos no solo son fruto de su esfuerzo intelectual sino del azar, de la llamada serendipia. Por ejemplo, Alan Lloyd Hodgkin, premio Nobel de Fisiología, sentía cierta culpa por recibir él todo el reconocimiento de sus descubrimientos, cuando gran parte de ellos nacían de la casualidad y la buena suerte. El matemático Paul Dirac consideraba que sus ideas habían llovido del cielo, pues ni siquiera era capaz de saber exactamente cómo se le ocurrieron.
Otros científicos, además de creyentes, alcanzaron algunos de sus grandes hallazgos precisamente inspirados por sus creencias religiosas, o incluso por la lectura de la Biblia.
A pesar de las fuertes tensiones que actualmente hallamos entre fe religiosa y evidencia científica (una encuesta a miembros de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos reveló que el 85 % rechazaban la idea de un Dios personal), muchos de los grandes científicos del pasado fueron espoleados, inspirados y hasta moldeados intelectualmente por su fe en Dios, lo cual les permitió alcanzar determinados hallazgos científicos.
Por ejemplo, a pesar de que la obra de Nicolás Copérnico fue condenada al Index Librorum Prohibitorum, la lista de los libros prohibidos de la Iglesia católica, Copérnico afirmaba que se podía conocer mejor a Dios si se penetraba en la naturaleza, por ello no tuvo inconveniente en apartar la Tierra del centro del universo, pues toda la naturaleza era el Templo de Dios y podía concebirse la misma como una unidad en la diversidad.
De igual forma, el cirujano William Harvey, inspirado por las órbitas de los planetas de Copérnico, articuló en 1628 la teoría de que el cuerpo humano tenía un sistema circulatorio que reflejaba dichas órbitas, también bajo el prisma de que Dios emplearía un sistema de unidad en la diversidad. Para Harvey, pues, el corazón era el inicio de la vida, así como el sol es el corazón del mundo.
Algunas sectas religiosas, como los metodistas y los evangelistas, que promovían la disciplina, la perseverancia y el rigor, inspiraron a inventores de máquinas de vapor como Newcomen (baptista) o Watt (presbiteriano), así como de científicos como John Dalton (cuáquero), fundador de la teoría atómica.
Faraday era casi la única persona de su tiempo que consideraba la importancia del espacio vacío en lo que concierne a las leyes de atracción y repulsión entre cargas eléctricas mantenidas a cierta distancia o la atracción gravitatoria de un punto a otro entre masas. En 1844, ya se especulaba sobre los átomos al reflexionar sobre la naturaleza de la materia, arguyendo que Dios podía haber ordenado la existencia de puntos redondos en el espacio y, según la Biblia, habría llenado completamente el espacio con ellos. Así pues, el espacio vacío, para Faraday, no era algo probable, y todas las fuerzas tenían que estar perfectamente ajustadas por la divina providencia de forma que todo se automantuviera y la materia y la fuerza se conservaran: las fuerzas pueden transformarse al interaccionar unas con otras, pero no pueden ser creadas ni destruidas por el ser humano. Para Faraday, todo estaba conectado de forma simétrica.
Por consiguiente, la fe religiosa podría ser una fuente de inspiración tan legítima como lo son las drogas (James y Mullis), las visiones (Tesla) o los sueños (Loewi y Kekulé).
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