En ciencia, a los investigadores del pasado se reverencian por sus contribuciones, pero raramente se usan como argumentos de autoridad: la ciencia progresa desmontando los supuestos de los científicos.
En el arte funciona más bien al contrario: no sólo se da a menudo la falacia de autoridad sino lo que lo llamo falacia de antigüedad: cuanto más polvo tenga el autor, más importancia se le concederá a lo que dijo o hizo.
Pero la mayor diferencia que existe entre arte y ciencia la estableció el filósofo Sydney Hook: “La Madonna de Rafael sin Rafael, las sonatas y sinfonías de Beethoven sin Beethoven, resultan inconcebibles. En la ciencia, por otra parte, la mayoría de los hallazgos de un científico podría haberlos hallado perfectamente otro científico de su mismo campo.”
El problema es cuando determinadas ciencia sociales o la filosofía y demás disciplinas humanísticas optan por recorrer la senda del arte y no de la ciencia o la búsqueda de comprensión por medios de métodos objetivos.
Entonces los conocimientos dan vueltas y más vueltas sobre sí mismos, siempre anclados por la tradición. Aunque como incitador de emociones y reflexiones, nada que objetar.
Y como remata Michael Shermer en su libro Por qué creemos cosas raras:
No hay duda de que la ciencia recibe una poderosa influencia de la cultura a la que pertenece, ni de que es posible que todos los científicos compartan un prejuicio común que les lleva a pensar en la naturaleza de una forma determinada. Pero esto no incide negativamente en la naturaleza progresiva de la ciencia desde el punto de vista de la acumulación.
Vía | Por qué creemos en cosas raras de Michael Shermer
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