Hay una empresa pujante en España, de cuyo nombre prefiero no acordarme (pero que, para más pistas, dispensa píldoras de felicidad a granel a ese segmento cultural que representa la maruja arquetípica), que se vende como la Google patria. Sin embargo, me consta que sus jefes son una suerte de Goebbles, llenos de melindres y caprichos absurdos, y que toman decisiones veleidosas que no deben someterse a crítica o consideración por parte de sus esclavos.
Y es que todos hemos sufrido en nuestras carnes la dictadura obscena y hasta estólida de nuestros jefes (para quien necesite más catarsis, le recomiendo otro post que salió por aquí no hace mucho: Cómo afrontar una nueva tecnología: ¿“Tanto caos como podamos soportar” o “aprobación tradicionalista”?).
Con todo, en un ambiente donde la jerarquía parece crucial, y un experto debería saber más que sus subalternos, estas reflexiones estarían fuera de lugar. ¿O no?
Echemos un vistazo a un hospital, donde los pacientes son sometidos a cirugías. Un cirujano toma decisiones porque él es el experto formado específicamente para tomarlas. En la cima de la jerarquía se encuentra el cirujano, a quien nadie cuestiona, y en la base, las enfermeras, que se limitan a cumplir órdenes como hacendosas hormigas obreras.
Pero no hace mucho se comprobó que en muchos hospitales los pacientes contraían infecciones que en algunos casos eran fatales, y que se podrían haber evitado sencillamente controlando que el cirujano se lavara las manos.
Tal y como lo explica Robert Trivers, biólogo en la Universidad de Harvard, en el libro La insensatez de los necios:
El médico se autoengañaba negando el peligro que entrañaba no lavarse las manos, y utilizaba su autoridad para silenciar cualquier voz de protesta. La solución fue muy sencilla: se autorizó a las enfermeras a detener una operación cuando el cirujano no se había lavado correctamente las manos (hasta entonces, el 65 % no lo hacía). Las tasas de mortalidad por infecciones contraídas en el quirófano descendieron abruptamente desde entonces).
Quizá parte del secreto para que Wikipedia tenga un rango de errores similar a la Enciclopedia Británica resida precisamente en ese punto: no existen enciclopedistas a los que nadie cuestiona sus decisiones, sino una rica comunidad de jerarquías flexibles donde todo el mundo puede enmendar la plana a todo el mundo. Incluso al propio creador de Wikipedia.
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