Todo ocurrió en 1912, en el marco de una conferencia pronunciada por el paleontólogo Charles Dawson ante la Sociedad Geológica. Según afirmó, había encontrado diversos fragmentos de cráneo y media mandíbula inferior rota de un homínido, un eslabón perdido, mezclados con huesos de mamíferos extinguidos.
El hallazgo había tenido lugar en las gravas eocénicas próximas a Piltdown Commons (Sussex). Y los restos empezaron a conocerse desde entonces con el nombre de Eoanthropus Dawsoni (hombre primigenio de Dawson).
El aspecto del cráneo era moderno, sin embargo la mandíbula inferior era simiesca y desprovista de mentón. No se encontraron las piezas dentales caninas, pero se predijo que, de encontrarse, éstas tendrías oportunamente forma de colmillo.
En las excavaciones de Piltdown también colaboraba un científico y sacerdote, Teilhard de Chardin (por aquel entonces, la Iglesia ya había aceptado los hechos materiales de la evolución). Un año más tarde, el sacerdote científico halló el canino, y era exactamente igual a como se había predicho: apuntado, prominente y con la misma forma que la de los simios antropoides.
No obstante, todo había sido un engaño inteligentemente maquinado por alguien.
Un desconocido que había conseguido un cráneo humano moderno de huesos inusualmente gruesos. Luego había partido a pedazos pequeños el cráneo y los había teñido de color pardo para que parecieran fósiles. Luego los dispuso en el yacimiento mezclándolos con algunos fósiles auténticos y otros falsos de mamíferos extinguidos en el Pleistoceno.
Para terminar, se hizo con media mandíbula inferior de orangután moderno, a la que le faltaban los caninos. Quebró la abombada porción superior posterior para que nadie pudiera apreciar que no encajaba con el cráneo humano, había limado los molares de la mandíbula para imitar el tipo de desgaste que origina la masticación humana y había teñido de oscuro todo el fósil.
Tras encontrarse todo y anunciarse que aún faltaba encontrar la pieza dental canina para confirmar el hallazgo, el impostor remató su obra limando en parte un canino de chimpancé y pintándolo también con su tinte pardo. Finalmente lo puso en un lugar donde lo encontraría con toda seguridad un clérigo digno de toda confianza.
Si este engaño surtió efecto con tanta facilidad entre la comunidad científica seguramente se debió al chauvinismo. Aunque había demasiadas diferencias entre el cerebro y la mandíbula del hombre primigenio, ¿no era el cerebro un órgano tan importante que tuvo que evolucionar primero? ¿Y qué había más apropiado para el primer habitante humano de las Islas Británicas que éste tuviera la frente más alta, fuese más inteligente, en definitiva tuviera más cerebro, que el erectus de frente baja de Java?
En otras palabras, aunque el hallazgo tenía algunos rasgos inconexos, no tardó en convertirse en un icono británico, la demostración de su supremacía intelectual. Así pues, fue guardado bajo llave en el Museo de Historia Natural, lejos de las miradas de los científicos escépticos, que debían conformarse con trabajar con modelos de escayola.
Hasta 1953, los huesos no se estudiaron de cerca. Al someterse al método de datación del flúor, de reciente invención, se demostró que ni el cráneo ni la mandíbula eran realmente antiguos. Más tarde, un microscopio corriente le sirvió al antropólogo de Oxford J. S. Weiner para descubrir las limaduras de los dientes.
Los ingleses dejaron de sentirse antropológicamente superiores. Y el estudio de la evolución humana quedó despejado para continuar estudiándose sin trabas ni prejuicios políticos.
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