Atrás han quedado las tesis que defendían la razón fría y calculadora como máximo exponente del progreso humano. La razón, sin estar entrelazada de emociones, sencillamente no encuentra motivo para hacer nada.
Además, sin emociones, nuestra vida social sería ciertamente complicada: toda la gente nos parecería una intrusa o que están controlados por extraterretres como los que aparecen en La invasión de los ultracuerpos.
Un ejemplo de ello es el síndrome de Capgras.
Nuestras percepciones no son objetivas ni lógicas. Al contemplar algo, por ejemplo, se desencadenan y se deben desencadenar emociones. Y, entonces, percepción y emoción funcionan como un todo, no pueden desligarse. Cuando esto no ocurre así es porque el cerebro no funciona bien, y entonces los resultados son nefastos, como demuestran algunos casos registrados en la literatura médica.
En 1923, el médico francés Jean-Marie Joseph Capgras describió el caso de un paciente que, tras sufrir una lesión en el lóbulo temporal, los objetos y rostros que identificaba ya no le suscitaban sentimiento emocional. Padecía lo que ahora se llama síndrome de Capgras.
El paciente empezó a estar convencido de que sus padres en realidad habían sido sustituidos por unos dobles humanos exactos. Esto sucedía porque, al contemplar a sus padres, el paciente no sentía la emoción esperada, de modo que la única explicación razonable era que esas personas que parecían sus padres en realidad no lo fueran.
También se han registrado casos en los que los pacientes aquejados de Capgras sentían algo parecido con sus mascotas. Y otros pacientes lo pasaban realmente mal cuando se veían a sí mismos en un espejo: reconocían que la imagen reflejada se les parecía mucho, pero estaban convencidos de que también se trataba de un impostor especular.
Los enfermos con síndrome de Capgras no tienen un simple problema que afecta a su discriminación visual o a sus respuestas emocionales. En el laboratorio pueden distinguir de forma relativamente sencilla entre rostros y objetos similares. No tienen alucinaciones y pueden tener respuestas emocionales apropiadas cuando reciben estímulos auditivos. Estas observaciones, sumadas a las pruebas anatómicas, apoyan la opinión que hace del síndrome de Capgras específicamente un defecto en la transferencia de información entre las partes posteriores de la trayectoria visual del “qué” y de los centros emocionales, entre ellos la amígdala.
Si queréis leer un relato apasionante sobre el síndrome de Capgras, os recomiendo la obra más popular del neurólogo Oliver Sacks: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.
Vía | El cerebro accidental de David Linden
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