Probablemente ya habéis visto un vídeo que se tornó viral hace unas semanas, sobre todo a través de Facebook, en el que un practicante médico hacía toda clase de filigranas y teatro para despistar al niño pequeño al que debe pinchar dos inyecciones, una en cada pierna. Si no lo habéis visto, lo tenéis aquí arriba.
Gracias a este juego de entretenimiento, el niño apenas consigue enterarse de que ha sido pinchado, e incluso cuando empieza a llorar por el instante de dolor, el médico le dispara una salva de servilletas de papel que transmutan el conato de lloro en una risa. Esta técnica es bien conocida por los padres para calmar el lloro de sus hijos en un lugar público, al estilo “mira ese pajarito”.
Esto sucede porque la atención regula la emoción. La atención selectiva, bien reconducida, sosiega la agitación de la amígdala. Si conseguimos que el niño se sienta lo suficientemente intrigado por otra cosa, las redes de la amígdala se apaciguan hasta que desaparece la ansiedad.
Despistarnos a nosotros mismos
Como explica el psicólogo de Harvard Daniel Goleman en su libro Focus, a la edad de ocho años, la mayoría de los niños dominan algún grado de atención ejecutiva para conseguir el mismo efecto de reducción de la ansiedad por ellos mismos, sin la necesidad del teatro ajeno:
Cuando el niño aprende a utilizar, por sí mismo, esta maniobra atencional, adquiere la capacidad de manejar la ingobernable amígdala, una de las capacidades principales de autorregulación emocional, que tiene mucha importancia en su destino en la vida. Esta estrategia requiere la puesta en marcha de la atención ejecutiva, una capacidad que empieza a florecer durante el tercer año de vida, cuando el niño puede mostrar un “control sin esfuerzo”, focalizando su atención a voluntad, ignorando las distracciones e inhibiendo los impulsos.
Esta capacidad de desviar nuestra atención de una cosa a o otra es la que nos permite evitar agarrar un helado tras abrir el frigorífico de casa porque aspiramos a mantener la línea. En esa pequeña decisión estriba la voluntad, la esencia de la autorregulación.
Esta capacidad para autoregulándonos, centrando la atención en lo que queremos centrarla y evitando otros focos de atención, como las tentaciones, depende en gran parte de lo que aprendemos en la vida. Sin embargo, también hay un componente heredable genéticamente de esta capacidad:
El cerebro es el órgano que más tarda en madurar anatómicamente y sigue creciendo y desarrollándose hasta pasados los veinte años; las redes ligadas a la atención se asemejan a órganos que se desarrollan paralelamente al cerebro. Como sabe cualquier padre que tenga más de un hijo, los niños son, desde el primer día, distintos y unos son más atentos, tranquilos o activos que otros, diferencia temperamentales que reflejan la maduración y la genética de las diferentes redes cerebrales.
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