Es bastante conocida la idea de que poner música clásica a los bebés y a los niños de menos de tres años puede incrementar la inteligencia de éstos. Es lo que se llama Efecto Mozart.
La idea de este efecto surgió por primera vez en 1993 en la universidad de California. Allí, el físico Gordon Shaw y Frances Rauscher, especialista en el estudio del desarrollo cognitivo, ensayaron con unas docenas de estudiantes universitarios los efectos de una audición de música clásica: los primeros 10 minutos de la Sonata en re mayor para piano a cuatro manos, de Mozart.
El experimento reflejó una agudización pasajera de la capacidad de reflexión espacial y temporal, verificada por medio de la escala Stanford-Binet (es decir, el clásico test de inteligencia).
El problema es que tal efecto sólo duró unos 15 minutos. Y nadie consiguió reproducir los resultados desde entonces.
En 1997, Rayscher y Shaw anunciaron haber demostrado científicamente que los estudios de piano y solfeo mejoraban más que las clases de informática el raciocinio lógico y abstracto de los niños.
El experimento se hizo con tres grupos seleccionados de jardines de infancia. Los niños del primer grupo recibieron clases particulares de piano o teclado, así como de canto; los del segundo recibieron clases particulares de manejo del ordenador; los del tercer grupo no recibieron ninguna enseñanza especial. En el test de capacidad de raciocinio espacial y temporal, los niños incluidos en el programa de piano o teclado revelaron un rendimiento superior en 34 % al de los demás.
Punto para la música sobre la informática. Pues estos resultados indicaban que la música estimula funciones cerebrales superiores, las que intervienen en actividades como las matemáticas, el ajedrez o la ciencia.
Desde entonces, es muy fácil encontrar libros que recomienden escuchar música a edades tempranas para ser listo. Música clásica, por supuesto. Incluso, en Georgia, el gobernador del Estado propuso regalar discos de Mozart a todos los niños, y en algunos manuales de divulgación sobre puericultura se recomienda a las embarazadas que hagan escuchar música de Mozart a los fetos.
El modelo teórico que justifica estas hipótesis sugiere, en primer lugar, que las uniones neuronales utilizadas con asiduidad tienden a quedar “cableadas” en firme; segundo, que las estructuras temporales de la música se almacenan en las regiones de los hemisferios cerebrales derecho e izquierdo que corresponden también a las pautas espaciales; y en tercer lugar, la idea de que precisamente o especialmente la música de Mozart presenta alguna homología compleja con los problemas geométricos que proponen los tests de inteligencia más habituales.
Suena fabuloso, ¿verdad? Venga, todos a ponernos a Mozart a todo volumen. Pero alto… en los últimos años cada vez aparecen más publicaciones que retiran el supuesto fundamento científico de estos experimentos. Incluso siguiendo a rajatabla los protocolos, otros experimentos realizados con niños y universitarios no presentan los mismos resultados.
Además, Christopher Chabris, psicólogo de la Universidad de Harvard, ha llevado a cabo un metaanálisis sobre el tema (una recopilación estadística de todos los estudios disponibles). Resulta que los efectos observados en los experimentos con Mozart también se observaron leyendo a Stephen King o escuchando música pop.
Chabris, pues, admite que hay cierto efecto, aunque muy pequeño, y no lo atribuye a la música clásica en sí, sino al estado de excitación jubilosa producido por la audición de música o la lectura de un libro.
Robert T. Carroll, no sin cierta ironía, decía: si la música de Mozart favorece tanto la inteligencia y el ingenio, ¿no deberían ser los especialistas en esa música los sujetos más inteligentes y más inspirados del mundo?
Añado yo que mi profesor de música en el instituto era lo más lento, bobo y poco inspirado que he visto nunca en el personal docente de todos mis años escolares.
Vía | Falacias de la psicología de Rolf Degen
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