Uno de los mayores problemas que tienen los expertos en un tema a la hora de divulgar su trabajo a un público lego es que ya han olvidado todo lo que tuvieron que estudiar para alcanzar su estatus intelectual y cultural, y que el público general necesariamente entenderá cómo explica las cosas porque a él le parecen obvias.
Es la llamada maldición del conocimiento, y demuestra por qué resulta tan difícil comprender muchos escritos técnicos, como un artículo académico, un texto de una devolución de impuestos o las simples instrucciones para instalar wifi en casa.
La maldición del conocimiento
En un estudio sobre la maldición del conocimiento, se le entregó a una serie de voluntarios una lista de anagramas para que los resolvieran (y sabiendo que a algunos de los participantes se les han dado ciertas respuestas por anticipado). Los beneficiados entiendieron que los anagramas que son más fáciles para ellos (porque conocían las soluciones) también lo eran para todos los demás.
Lo mismo sucede cuando se le pregunta a un veterano de teléfono móvil cuánto tardaría en aprender a utilizar el teléfono un usuario novato: estiman que no más que 13 minutos, cuando, en realidad, tardaban 32 minutos.
Los usuarios menos expertos se acercaban un poco más a la hora de predecir las curvas de aprendizaje, pero también se equivocaban de mucho. Esto sucede por la maldición del conocimiento, como nos recuerda Steven Pinker en su libro El sentido del estilo:
La maldición del conocimiento es la mejor solución que conozco para explicar por qué personas muy inteligentes escriben fatal. No es solo que el escritor tenga lectores que no saben lo que él sabe: es que no dominan la jerga de su gremio, no son capaces de adivinar los pasos omitidos (esos que al autor le parecen demasiado obvios como para citarlos) y no tienen modo de visualizar una escena que para el autor es tan clara como el agua.
Por supuesto, muchas de las personas que escriben de forma particularmente alambicada o difícil de entender lo hacen para que, formalmente, parezca que son mucho más profundos y sesudos de lo que son.
A esto precisamente se debe el éxito entre los intelectuales (mayormente de letras) de autores como Jacques Lacan, Julia Kristeva, Bruno Latour, Jean Baudrillard o Gilles Deleuze, entre otros. Escriben rarito y deliberadamente abstruso, y además, como ya demostraron los estudios del físico Alan Sokal, no tienen mucha idea de lo que dicen (básicamente porque, como son pocos los que entienden lo que dicen, pueden colar lo que quieran simplemente vistiéndolo con sus mejores galas).