A rebufo de lo que está pasando con el cómico David Suárez, al que se le está linchando públicamente por su humor negro, porque hay temas sobre los que no debe hacerse humor, podemos advertir cómo las palabras, los insultos y también lo que se puede o no ridiculizar depende, sobre todo, de lo que se conviene, y esas convenciones dependen del contexto y del grupo de personas que las enarbola.
Las palabras que convenimos entre todos que son sucias, desagradables o malsonantes, pues, solo son comodines para representar nuestro estado de ánimo e interactuar con los demás en función de éste, como el atrezo teatral. No son palabras que hieran per se. Por eso puede ser también insultante llamar "genio" a una persona con síndrome de Down, pues todo depende del contexto y de las intenciones.
Es como buscar la violencia en las marcas de un hematoma. La violencia puede ser ejercida de formas muy diversas. Los hematomas solo son los estigmas más evidentes de que nos han hecho daño, pero ni mucho menos constituyen las únicas pruebas ni tampoco las evidencias directas de que sufrimos más que otras personas. Las mayores heridas, de hecho, suelen ser invisibles. Como las palabras que más daño nos hacen: son invisibles sus aristas envenandas porque éstas no crecen en las letras o en las fonías, sino en las intenciones del hablante.
¿Cuánto tiempo tiene que pasar?
Como dice Woody Allen, la comedia es igual a tragedia más tiempo. Pero ¿cuánto tiempo? Depende de la tragedia, y depende de la persona. En su estudio de 2013, el investigador Peter McGraw, de la Universidad de Colorado en Boulder, midió el tiempo promedio necesario para que una tragedia empezara a hacer gracia. Tal y como explico en el libro ¡Mecagüen! Palabrotas, insultos y blasfemias:
El periodo de latencia entre una tragedia como un huracán que causó víctimas y el ciclo de chistes correspondientes que empezó a propagarse por Twitter fue de unos diecisiete días. La muerte de la princesa Diana tuvo un periodo de latencia más breve. El ataque terrorista del World Trade Centre del 11 de septiembre fue mucho más largo. Pero, al final, más tarde o más temprano, todo deviene en comedia. Ello no significa que nos volvamos crueles con las tragedias o insensibles con los enfermos o los discriminados, sino que el humor se basa en las incongruencias y que no necesariamente detrás de un chiste de mal gusto se agazapa la intención de ser abominable.
No pasamos la vida dándole vueltas a un conjunto de palabras muy concreto y nos olvidamos de todo el universo de peligros que hay alrededor. Las ramas de las palabrotas nos impiden ver el bosque de todas las formas de dolor que nos pueden infligir. Como si tratáramos de regular y fiscalizar denodadamente una colección de cuchillos de cocina mientras damos carta de naturaleza a las escopetas con posta lobera. O al armamento termonuclear.
De hecho, el poder de las palabrotas es tan superficial que podemos anularlo con mucha facilidad. Las palabras insultantes nacen principalmente de nuestras debilidades. Si somos débiles o vulnerables, esas palabras encajan perfectamente en nuestra psique, como piezas del Tetris. Y ¿qué es ser débil o vulnerable? Sencillamente, tomarnos demasiado en serio las cosas y a nosotros mismos. Olvidar qué somos, de dónde veninos y a donde vamos. De nuevo, perder de vista el bosque por culpa de las ramas. Quedarnos embobados mirando el dedo que señala a la Luna en vez de la extraordinaria Luna.
Las palabrotas son fáciles de desactivar con estas fórmulas porque aluden, como se ha dicho, a cuestiones muy genéricas sobre nosotros mismos ("calvorota", "subnormal"); son las palabras que describen aspectos más íntimos e individuales los que pueden hackear más fácilmente nuestra entereza ("tu madre no te quería", "siempre fuiste un egoísta", "conmigo ella es más feliz que contigo").
Cual capítulo de Black Mirror, imaginemos que todos acabaremos llevando un electrodo que registra los patrones de nuestras neuronas, que esos patrones se almacenarán en una app de nuestro teléfono móvil y que, en caso de disputa jurídica, se enviarán a la nube para ser descodificados por una inteligencia artificial. Así, en el contexto de cualquier conflicto, podrán saberse exactamente las palabras que se dijeron, las que se escucharon e incluso las que se imaginaron pero no se llegaron a verbalizar. Esta es la clase de litigio ideal para un fiscalizador de palabras, no de intenciones. Sin embargo, la verdadera revolución pasaría por no descodificar las palabras, sino lo que el sujeto quiere hacer con ellas. Por el momento, esa caja negra queda a resguardo incluso de las inteligencias artificiales más escrutadoras.
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