No sé si estaréis de acuerdo conmigo en que uno de los momentos más molones de la serie de televisión Breaking Bad es el que el apocado Walter White exige a un narcotraficante que diga su nombre en voz alta. "Di mi nombre". A lo que el narcotraficante tiene que responder Heisenberg, que no es el nombre de White, sino su pseudónimo, su alter ego, la invocación de la bestia.
Y es que nuestro nombre no solo nos desgina, también nos define y delimita hasta límite psicológicos insospechados. Con todo, he de confesaros que mi memoria para el nombre de los demás es pésima. Ignoro si la razón es que casi todo el mundo se llama igual (apenas hay treinta o cuarenta nombres distintos a mi alrededor), o si tengo problemas de memoria. Pero sólo consigo acordarme de la gente si le pongo un apelativo. Bueno, quizá no sea tan raro como yo creía, al menos si echamos un vistazo a un estudio de la década de 1970 del famoso psicólogo Harry Bahrick.
Tu cara es tu DNI
Lo que el estudio de Bahrick sugería es que nuestra cara es más nuestro DNI o documento de identificación que nuestro nombre, al menos a efectos de memoria de los demás. Para demostrarlo, solicitaron a cientos de personas que habían sido estudiantes de secundaria que revisaran sus anuarios y trataran de recordar las caras de sus compañeros de clase. El recuerdo de las caras se reveló como casi perfecto: 25 años después de haber ido a clase, pudieron reconocer el 75 % de las caras.
Sin embargo, a la hora de recordar los nombres de sus ex compañeros de clase, entonces sólo se pudieron recordar el 18 % de los nombres.
La razón de esta disparidad reside en que nuestra memoria a largo plazo es fundamentalmente semántica, de modo que debemos recordar más el significado, no los detalles superficiales. Por ejemplo, si ahora tuviérais que dibujar lo que aparece en un céntimo de euro común, a pesar de haber bregado con él en numerosas ocasiones, probablemente no acertaríais con suficiente precisión. De hecho, este experimento ya se hizo con peniques americanos con resultados decepcionantes por parte de Raymond Nickerson y Marilyn Adams, y con los peniques ingleses todavía fue mucho más decepcionante.
Además, según un reciente estudio de la Universidad de California en Berkeley publicado en la revista Nature Communications, nuestras caras parecen haber evolucionado para ser únicas e inconfundibles. Tras analizar miles de caras, los investigadores encontraron que los rasgos faciales son mucho más variables que los corporales, tal y como apunta Michael Joseph Sheehan, autor principal del trabajo:
Muchas otras especies utilizan las caras para el reconocimiento individual. Este tipo de identificación está presente en muchos primates e incluso se ha demostrado su papel en algunas avispas. Otras especies sin variaciones en sus caras pueden utilizar otros rasgos tales como vocalizaciones o marcas olfativas para el reconocimiento. Sin embargo, no hay evidencias de que este tipo de rasgos también sean seleccionados para ser más diferentes entre sí.
Los nombres importan poco
A pesar de que nuestra actitud egocéntrica nos empuje a firmar cualquier cosa que hagamos con nuestro nombre, nos encante ver nuestro nombre en la prensa o nos seduzca que digan en voz alta nuestro nombre, los nombres de las personas son como los peniques o los céntimos de euro: no significan lo suficiente como para ser recordados. Para demostrarlo, se llevó a cabo un experimento en el que invitaban a voluntarios a estudiar biografías de personas falsas.
Tras analizar qué recordaban los voluntarios acerca de los biografiados, resultó que los trabajos se recordaron el 69 % de las veces, sus pasatiempos en un 68 %, las ciudades natales (62 %)... los nombres de pila (31 %) y los nombres con apellidos (30 %). Es decir, que para los voluntarios era más sencillo recordar dónde había nacido el biografiado, o incluso a qué se dedicaba, que recordar su nombre de pila. El premio Pulitzer y docente de Harvard Joseph Hallinan trata de interpretar estos resultados en su libro Las trampas de la mente:
Los investigadores no están seguros. Pero la mayor sugerencia es que los nombres, en sí mismos, no significan demasiado; son simplemente etiquetas arbitrarias. Jim o Tim, Anne o Fran, no hay un significado intrínseco en ninguno de esos nombres, al menos no para la mayoría de nosotros. Los trabajos, los pasatiempos y los lugares, por otra parte, a menudo son "semánticamente más ricos", significan algo. Quizá usted haya estado en Bristol, por ejemplo, o haya fantaseado con ser fotógrafo. Si es así, esas cualidades tenderán a quedar en su memoria, tienen significado. Pero los nombres no lo tienen.
Efectivamente, esta aclaración de Hallinan concuerda con mi forma de referirme a muchos actores de cine cuyos nombres no me vienen a la cabeza en mitad de una conversación: sí, me refiero a ese tío calvo que estuvo casado con una stripper y que se parece un poco al vecino del quinto primera; el que hizo una película donde moría y resucitaba en tres ocasiones. (No os devanéis los sesos, el ejemplo me lo acabo de inventar).
Todos se llaman como yo
Este problema de no dar con el nombre de alguien no solo atañe a actores, sino a personas en general, incluso a allegados. Un problema que, gracias a Internet y particularmente a las redes sociales, se han multiplicado por mil. James Gleick abunda en ello en su libro La información:
En el estudio de la onomástica hay un axioma que afirma que el incremento de las unidades sociales da lugar al incremento de los sistemas de nombres. Para vivir en una tribu o en una aldea, un solo nombre, Albin o Ava, bastaba; pero las tribus dieron lugar a clanes, las ciudades a naciones, y la gente tuvo que perfeccionar el sistema: se crearon apodos y patronímicos, nombres basados en la geografía o en la ocupación del individuo. Unas sociedades más complejas exigen unos nombres más complejos. Internet representa no solo una nueva oportunidad de luchar por los nombres, sino un salto de escala que da pie a una fase de transición.
Cuando busco mi propio nombre en las redes sociales, por ejemplo, veo que muchos más que se llaman como yo, Sergio Parra, e incluso Sergio Parra Castillo. Ya me he visto en la tesitura de que muchos me han confundido con otros llamados como yo. De hecho, alguna vez he pensado en citarme endogámicamente con todos los Sergio Parra que hay en España. Según un informe de la ONU, el nombre más frecuente en el mundo es Mohammed. Y el apellido, Li. Estamos hablando de miles de personas llamadas de la misma forma.
Visto así, casi debemos sentirnos afortunados de que no nos acordemos tanto del nombre de los demás, como si ésta fuera su etiqueta, como a qué se dedica, dónde vive o cuáles son sus pasatiempos.
Imágenes | Todo Colección
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