Peter Miler y James Olds, de la Univesidad McGill, Canadá, experimentaban con una rata en otoño de 1953. Le habían implantado unos electrodos en su cerebro para estudiar una estructura llamada sistema reticular del cerebro medio.
Pero, por error, los investigadores habían implementado los electrodos en una región más adelantada de la línea media llamada septum pelucidum.
La rata la tenían enjaulada en una caja rectangular con las esquinas etiquetadas A, B, C y D. Cada vez que la rata se aproximaba a la esquina A, Olds pulsaba un botón que aplicaba una descarga eléctrica breve y de poca intensidad a través de los electrodos implantados. No sufráis por la rata: el tejido cerebral, a diferencia del resto del cuerpo, no tiene receptores del dolor. De hecho, la rata sintió una cosa diametralmente opuesta al dolor.
Por ello, la rata se la veía especialmente interesada con el rincón A. Cuando los investigadores repitieron el proceso con el rincón B, la rata también se volvió aficionada a ese rincón, olvidándose del A. Algo así a la caja de Skinner ideada muchos años antes por el psicólogo B. F. Skinner, en el que un animal encerrado recibía, al pulsar una palanca, un estímulo de refuerzo (comida o agua) o un estímulo de castigo (una descarga dolorosa en los pies).
Pero aquí no había comida, ni agua, ni nada visible, simplemente se estaba estimulando una parte muy concreta del cerebro. Olds y Milner, entonces, decidieron incluir una palanca como la de los experimentos de Skinner, para que la rata pudiera estimularse a sí misma el cerebro.
Lo que sucedió quizá sea el experimento más impresionante de la historia de la neurociencia de la conducta: las ratas llegaron a pulsar la palanca hasta siete mil veces por hora para estimularse el cerebro, tal y como explica David J. Linden en La brújula del placer:
Pero lo que estimulaban no era un “centro de la curiosidad”, sino un centro de la recompensa, un circuito del placer cuya activación era mucho más potente que cualquier estímulo natural. Varios experimentos posteriores revelaron que las ratas preferían la estimulación del circuito del placer a la comida (aunque estuvieran hambrientas) o al agua (aunque pasaran sed). Las ratas macho que se autoestimulaban no hacían caso de una hembra en celo, y, para llegar a la palanca, cruzaban una y otra vez una rejilla electrificada que les aplicaba descargas en los pies. Las ratas hembra abandonaban a su camada recién nacida para seguir pulsando la palanca. Algunas ratas llegaron a autoestimularse hasta dos mil veces por hora durante veinticuatro horas con exclusión de cualquier otra actividad. Para impedir que murieran de inanición había que desconectarlas del aparato.
Olds y Milner, pues, llegaron a una conclusión revolucionaria para la época: que la conducta estaba tan impulsada por el placer como por el dolor. En 1953 incluso resultaba controvertido afirmar que los mecanismos del placer o de la recompensa pudieran localizarse en ciertos lugares o circuitos del cerebro.
Llegados a este punto, cualquier lector mínimamente curioso se preguntará si, a este respecto, las ratas y los seres humanos serían comparables. ¿Qué sentiría un ser humano si se sometiera a esta clase de experimento? Como podéis imaginar, esta clase de experimentos se escapan de ciertas regulaciones éticas.
Pero estamos de suerte, y tales experimentos existen. Os los explicaré en la próxima entrega de este artículo.
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