El sentido del humor siempre ha mantenido relaciones conflictivas con las personas. A todos nos gusta bromear, el humor es un engrasante social, sirve para cuestionar lo intocable, estimula la creatividad y la inteligencia, y propicia que contemplemos los conflictos desde puntos de vista inéditos.
Pero, ay, siempre habrá alguien empecinado en trazar fronteras acerca de lo que es risible y lo que no. En función de la ideología, religión y catadura moral del fulano, la frontera será más pequeña o más amplia. Pero tales fronteras solo ponen en evidencia lo que a uno le hace gracia, no que es moralmente aceptable o no.
11 de septiembre
El 11 de septiembre de 2001 fue un día horrible para la mayoría de los estadounidenses. El humor, entonces, pareció haberse anestesiado. Y mucho menos a nadie se le ocurría bromear con un suceso como aquél, en el que miles de personas murieron, cuando dos aviones comerciales se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York.
Obviamente, había personas que sí cultivaron el humor más negro en tales días aciagos, pero lo hacían en petit comité. Pero el 29 de septiembre de 2001 se estrenaba la vigésima temporada de Saturday Nigh Live, uno de los programas de humor más populares del país.
¿Era el momento de reír? Aquellos días no se emitieron series de humor, los músicos cancelaron conciertos, se suspendieron encuentros deportivos, Disneylandia cerró sus puertas. ¿El país ya estaba preparado para volver a reír apenas unos días después de aquel trágico suceso?
Como era un tema delicado, nada más empezar el programa, apreció invitado el alcalde de la ciudad, Rudy Giuliani, rodeado por miembros del departamento de bomberos y la policía. Giuliani destacó el heroísmo de aquellas personas. Finalmente, Lorne Michaels, productor del programa, le preguntó si ya podían ser divertidos, cultivar el humor. La respuesta fue afirmativa. La aprobación del alcalde relajó el ambiente y pareció que la gente quiso volver a reírse, aunque fuera tímidamente.
Humor, sí (también negro)
Platón prohibió el humor en La República porque creía que distraía a la gente de asuntos más serios. Hobbes creía que el humor solo servía a las personas de poco intelecto: les proporcionaba la oportunidad de sentirse mejor con ellos mismos, sobre todo señalando las imperfecciones de los demás. En la Biblia, la gente que normalmente se ríe lo hace por estupidez, como cuando Abraham y Sara se ríen de la idea de poder concebir un hijo. Solo dos veces se ríe Dios o sus seguidores.
Legiones de personas (algunas con buenas intenciones, otras con intereses partidistas) crucificaron a un político por hacer chistes acerca de una víctima por terrorismo y tres niñas secuestradas y asesinadas. Muchas personas creen estos chistes ponen de relieve el peor aspecto del comportamiento humano. Para Christie Davies, investigador británico del humor, esto no es siempre así, no mucho menos: más bien muestran las diversas formas con que nuestro cerebro aborda el conflicto. Tal y como abunda Scott Weems en su libro Ja:
La teoría de Davies, y la que sustentan casi todos los investigadores del humor, es que a pesar de la naturaleza cruel o insultante de los chistes de mal gusto, la intención del que los cuenta no tiene por qué ser abominable. De hecho, para comprender el auténtico mensaje de los chistes de mal gusto, tenemos que analizar los sentimientos incongruentes que hay detrás. Cuando una tragedia nos golpea, podemos tener muchas reacciones. Podemos sentir tristeza, compasión e incluso desesperación. También podemos sentir frustración sobre cómo los periodistas manipulan nuestras emociones, sobre todo en televisión. En resume, experimentamos emociones encontradas. Algunas personas afirman que los chistes de mal gusto suscitan sentimientos de superioridad, cosa que quizá sea cierta, pero esta opinión no explica por qué inventar alternativas que explique el acrónimo “sida” resulta divertido para algunas personas, pero chillas “ja, ja, estás enfermo” en un pabellón oncológico no resulta gracioso a nadie. Nos reímos de los chistes acerca de grupos o sucesos solo cuando provocan reacciones emocionales complejas, porque sin esas reacciones no tenemos otra manera de responder.
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Una prueba que respalda esta teoría es que los chistes no resultan más graciosos cuanto más crueles sean, sino que resultan graciosos cuando basculan entre la crueldad y la bondad. Si el chiste es demasiado blando, al final no tiene gracia. Y es demasiado fuerte, puede incomodar. Además, cuanto más eficazmente conduzca la ocurrencia a una conclusión sorprendente, más gracioso será. No basta con que escandalice o sorprende: debe ser ingenioso. El humor tiene que llevarnos a un lugar nuevo, tanto emocional como cognitivamente.
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