Un infarto cerebral provocó que el compositor francés Maurice Ravel perdiera su habilidad para crear música. Ocurrió en verano de 1933, mientras se bañaba en la localidad de San Juan de Luz.
Las secuelas tardaron unos días en manifestarse. Ravel, que no había dejado de componer nunca, de repente se vio silenciado por su propio cerebro. Podía apreciar la música y disfrutar de ella, como antes, sin embargo se veía incapaz de escribir música.
Seguía teniendo ideas musicales, se imaginaba canciones, conservaba su inteligencia musical, pero algo impedía que trasladara todas sus ideas a un lenguaje que pudiera comprender el mundo externo. Como si la música estuviera condenada a sonar sólo es su cabeza, para que nadie más pudiese disfrutar de su genio creativo.
En ese sentido, su caso era diamentralmente opuesto al caso de la sordera de Beethoven: percibía la música desde el mundo externo, pero no podía devolverla. Como si el cráneo de Ravel se hubiera convertido en un avaro gestor de la propiedad intelectual, tipo SGAE, que no permitirá emitir ni una sola nota previo pago de un canon.
Las ideas morirían con Ravel, se consumirían en la caja negra de su cerebro, y jamás serían compartidas.
El infarto también causó un daño irreparable en el dominio del lenguaje escrito de Ravel: su biógrafo cuenta que tardó 8 días en componer una carta de cincuenta palabras dirigida a un amigo.
Así pues, los neurólogos actuales creen que el infarto cerebral le había dejado intacto el hemisferio derecho, el emocional, pero había daño el izquierdo, concretamente los centros lingüísticos.
Una afasia musical que nos brinda un ejemplo de la modularidad básica de la mente: incluso una tarea aparentemente unificada como es la composición musical implica al parecer zonas especializadas del cerebro, un hemisferio para crear la melodía y la armonía, y otro para transcribirlas.
Vía | Musicofilia de Oliver Sacks
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